Bares moribundos
Si el cierre de la escuela significa la muerte de un pueblo, cuando se da cerrojazo al bar huye la alegría, la convivencia y la vida social. Ocurre desde los 70 en el Señorío molinés, territorio líder indiscutible (más que del frío) de la despoblación sin tregua en la llamada España vacía.
De norte a sur y de este a oeste, estos espacios públicos donde se pueden compartir vivencias con los convecinos se cuentan ya con los dedos de una mano. Sus finanzas, asfixiadas, penden como una espada de Damocles. A pesar de disponer de locales pistonudos, como en Hinojosa, Tartanedo, Amayas, Villel y Algar de Mesa, y de la sana concurrencia de agricultores, jubilados, albañiles, panaderos y otros visitantes.
Pero la veintena escasa de parroquianos que acuden a ellos para tomar un café, una cerveza, echar un guiñote o unas parrafadas sobre la cosecha, el tiempo o lo que se tercie, no dan para mantenerse. Ni con los 200 que se acercan apenas unos días de verano o en puentes. Mucho menos, con todos los papeles en regla.
“Los bares deberían estar subvencionados, porque son más importantes que la iglesia y que el ayuntamiento. Las diputaciones tienen que hacer que vivir en un pueblo sea una oportunidad no una carga. Hay que aprender a ver la vida rural a través de los ojos de la gente rural”, defiende el escritor y colega Pedro Simón.
Las diputaciones de Soria y Valladolid y una veintena de sus ayuntamientos han tomado nota. Los municipios haciéndose cargo de gastos de luz, agua y calefacción, como en otros edificios municipales. Las entidades provinciales con subvenciones a quienes los regentan para que afronten su cuota a la Seguridad Social como autónomos o completen ingresos. Sus arcas tampoco darían en quiebra en Guadalajara.
La psicóloga británica Susan Pinker defiende que, además del ejercicio físico, la buena alimentación y otros hábitos saludables, los bares son agentes de salud y longevidad. Fomentan la interacción humana y constituyen una terapia social impagable. La compañía, un par de ratos en ellos, es a veces más importante que la propia comida. Lo dijo Plutarco hace dos mil años.