
Comida de pecado
Algunos gastrónomos y sus seguidores sabelotodo aseguran que en estos tiempos tan movidos las torrijas han dejado de ser el producto más típico de Semana Santa, junto a los pestiños, la leche frita, los buñuelos y las monas de pascua.
Este postre tan sencillo, elaborado con rebanadas de pan empapadas en leche, rebozadas en huevo y fritas, ya está disponible en pastelerías, súpers, tiendas y restaurantes todo el año, con otro pico de consumo en Navidad. Con sus variaciones, como bañarlas en vino, añadirles miel y canela o acompañarlas de helado.
Nos quedan los huevos verdes, tan tradicionales especialmente el Viernes Santo. Rellenos con la yema, atún y perejil (al que deben el verde). Las monjas de Santa Clara incluyen como ingredientes en su elaboración sal, cebolla, ajos, pimienta y aceite. Para una faena gastronómica con adornos le añadían un majado de almendra tostada para ligar la salsa. Un manjar. Incluso viudos.
Molineses expatriados, de los que ponen el telediario por la noche “para ver qué rasca, oraje o solanera pega por allí”, aseguran desde la lejanía que no conciben una Semana Santa sin estos huevos. “No pueden faltar nunca”, asegura una afincada en Milán.
Tampoco le va a la zaga el sabroso potaje con garbanzos y bacalao, el pescado más extendido entre los salados, que solía acompañarlo de segundo. O con el congrio seco que los bilbilitanos traían de Muxía (La Coruña) desde hace siglos intercambiado en el suministro de cuerdas y cabos de su industria soguera a la mayor parte de los pueblos españoles.
Era un guiso de rechupete para días de abstinencia de productos animales por motivos religiosos o para las épocas de penuria (la situación más habitual del ser humano a lo largo de la historia). Devolvía y sigue devolviendo la vida. Unos platos para no pecar. O sí.