
Parador de citas
El parador de la vecina Teruel ha sido la comidilla de la comarca esta Semana Santa, tras su polémica aparición en algunos medios. Mayormente por la sinvergonzonería libertina de personajes de alta política y baja cama allí alojados.
También por envidia de pervertidos como escenario de soñado desenfreno cuando el covid (septiembre de 2020), mientras España entera estaba sometida a arresto domiciliario inconstitucional y en la vaciada no se permitía ni ir al huerto.
Los turolenses de pro consideran que le han hecho un flaco favor a la ciudad española del Amor por antonomasia. Algunos clientes remilgados ponen reparos para volver a pernoctar en habitaciones usadas como tálamos lascivos por la comitiva koldiana venida para supervisar una línea ferroviaria semiabandonada.
Cierto que por aquello atribuido a Dalí y Óscar Wilde de “que hablen de mí aunque sea mal”, muy valorado por algunos creadores de imagen, el parador y la ciudad han tenido una publicidad impagable. Pero Teruel es algo más que un palacete inspirado en arte mudéjar y decorado con mármol, utilizado ocasionalmente como motel de carretera para orgías paragubernamentales.
De él guardo excelentes recuerdos. He comido una decena de veces. Insuperable. Una con una sesentena de labreños en memorable excusión a Albarracín. Otra con parientes de Bilbao camino de Benidorm, y una cena de jovenzuelo en los setenta con una posible novia serrana tras un bailongo dominguero.
En Molina de Aragón esperan como agua de mayo dar la enhorabuena a la apertura de su parador el próximo 14, tras nueve meses de embarazosa espera por vicios en la construcción.
“Sólo falta que se haya reparado a prueba de Ábalos y compañía”, ironizan algunos con arraigado mosqueo tras veinte años de mal fario. Esperan que, ubicado a medio camino entre Madrid-Zaragoza-Sagunto, sea un parador de citas más productivas para la zona.