Botero en Correos

30/10/2020 - 15:47 Javier Sanz

En las salas del Ayuntamiento de la capital del Reino, lo que era Correos, se han colado bien clavadas y por su orden las orondas pinturas del artista colombiano Fernando Botero.

A contrahistoria y en las salas del Ayuntamiento de la capital del Reino, lo que era Correos, se han colado bien clavadas y por su orden las orondas pinturas del artista colombiano Fernando Botero. Y un Madrid que no quiere creerse lo que lee en el teléfono o, menos, en el papel, el bodegón famélico le que aguarda salvo que vuelva a caer el maná bíblico en goterones de bocadillos de calamares, hace cola en el rincón más frío de la Corte, donde las mañanas huyen de este sol de latón de ahora, para ver la muestra del pintor que alcanzó la internacionalidad muy pronto, pues Fernando Botero sorprendió muy temprano a eruditos que elevaron una ceja más que la otra para pronosticar que aquello no pasaría de ser una marca.

Un niño distingue a cien metros, como un lebrel, un botero en lápiz, óleo o metal. Un joven pasa de largo pero aminorando el paso y mirando de reojo y un adulto se planta como en la parada del bus, deseando que se retrase unos minutos de más pues abarcadas las formas tiene que dar con el fondo. Un coleccionista que se precie sabe que necesita al menos de  un botero para abrochar su galería si es que quiere jugar en champions.

Una colocha de espaldas y frente al espejo donde se retrata para peinarse después de haber comulgado el primer sol, el segundo acto de cada mañana, muestra su oronda desnudez equilibrada en las dos mitades con las que nos compensó Naturaleza para mantener el ritmo de la vida. Es una orondez erótica línea Rubens, la que los endocrinos y los ginecólogos juzgan como prototipo de la embarazada fetén, aunque esa orondez desnuda sin arrugas es la misma de la que baila prieto en la plaza y la de la bailarina de mallas y tutú blancos aunque de zapatillas color obispo.

Estas zapatillas de ballet son el acento de la exposición de Botero, la irrupción del color agudo donde no se le esperaba, en vez de rematar en blanco albañil. El color del traje del protagonista, sea un obispo, un torero o una sandía, es contundente ante el color del fondo, igualmente atendido sea una casa barrial de ventanuco alto o el paisaje lejano tras el retrato de perfil de los duques de Urbino de Piero della Francesca, en interpretación suya que respeta el gesto de indiferente presencia con miradas miopes de ancianos ricos. 

Botero desde el baño vaticano de un impermeable obispo flotante en bañera y con pajecillo negro, hasta el grupo de seminaristas marengos en formación de equipo de fútbol de cuando Zamora y en medio de un claustro de arcadas, motiva a distinguir si hay crítica o estética para, en caso primero, afilar el caletre y ver de dónde le vino al pntor ese aire en tierra de misiones como es la suya de origen. Botero en la ingenuidad del dormitorio de putiferio, bodegón con niños jugando en el suelo mientras sus madres se componen frente a hombres a medio afeitar y con camiseta de tirantes. Botero desde la pulcra sala donde posa una cuadrilla con su caballo de perfil sin que huela a animal, estampa previa de la corrida que le permite esa “riqueza cromática inusitada” que confiesa en este “motivo pictórico universal”, de ahí la transición del gris de la sala al color de la plaza, con resol en el ruedo y sombra corrida en los tendidos. Botero también en el bodegón de una sola pera, aunque de tres por dos.

Madrid amanece sordo como para el rodaje de un corto de la 2, el del momento en que en los árboles afinan los jilgueros flacos con cuello de cantaor y ojos de chino a la espera de su maná y a salvo de los gatos callejeros que acechan sin pisar el suelo, como los maquis. Las palomas plantan cara a las escobas barrenderas y la capital del todavía reino se tambalea con paso de anís seco, de cuando la posguerra. En el edificio de Correos se hacen colas de rabos de lagartija los domingos, al frío de su sombra, pues pasa un Botero por Madrid con su biombo de sesenta tacos. Hay que verlo.