Facebook, al ajillo
Al inventor de Facebook se le ocurrió una cosa como para todos y se obró la hazaña. Hoy, mal que bien, no hay quien no te diga en el vermú que ya sabe que te mojaste en el Niágara, o te felicite por ser abuelo tras verte con un gorrillo en las puertas de la maternidad.
El último de los doce trabajos de Hércules no habría sido hoy cargarse a Cerbero, el perro de Hades, sino, con setenta años, aprender a manejar las aplicaciones de un teléfono sin cable. Al inventor de Facebook se le ocurrió una cosa como para todos, pero en su mollera joven, que a primeros de siglo era mucha tela porque los cerebros, desde Atapuerca, eran parecidos a los que dibujó Cajal. Pero se obró la hazaña y hoy, mal que bien, no hay quien no te diga en el vermú que ya sabe que te mojaste en el Niágara, o te felicite por ser abuelo tras verte con un gorrillo de papel verde en las puertas de la maternidad. La cosa se ha corrido desde los cuatro puntos del globo y el hechicero de una tribu de Perú sigue de reojo el resultado del clásico en un móvil que guarda bajo las faldillas de cáñamo, con sus orlas en rojo y azul, como pronostica lluvias y tifones consultando la aemet de allí. Lo que parecía herramienta del día, al minuto, se ha convertido también en el patio de comunidad del siglo pasado.
Hoy, la corrala social, o sea, Facebook, es el escaparate de las muchas glorias que cada quien guarda en su álbum desordenado pero localizado. Muestra, y hasta exhibe, nuestras mejores fotos de juventud, cuando un día fuimos guapos y delgados; del minuto de gloria con un futbolista, un torero o un actor de medio pelo -casi todos- de por aquí, a quienes posamos nuestra garra de halcón sobre su hombro; de los atardeceres de campo y ciudad, tan iguales, tan rojizos, tan horizontales, tan depresivos, tan de aprendiz de pintor y de poeta de mal agüero; de las mamás que se fueron y que no paramos de echarlas de menos y que acuden a empujones a la pasarela en sepia del día de Difuntos; de un turismo de bermudas y visera hacia atrás con la torre de Pisa, la Eiffel o el Taj Mahal de fondo; de una ardilla o un picapalos cogidos, pero movidos, in fraganti en virgiliano paseo de verano o de setas de pitufo en otoño; del último libro leído o por leer, a poder ser de autor extranjero; del nieto recién perfumado o, también, cuando por fin se sujeta sin ruedines; del encierro del pueblo y del patrón en sus andas de windsurf por los cielos de Castilla; de dibujos de medio pelo; del cómic de un Sánchez fechado mintiendo, como si eso fuera novedad; de las recetas de la abuela, no digamos ya si se rescataron en un manuscrito que creímos perdido y dimos con él cuando vaciábamos el desván. En definitiva, del pollo al ajillo según esta abuela. Sí, el Facebook huele a pollo al ajillo que tira para atrás y el vagón del metro es la gran fonda española en la que paraba Alejandro Dumas para comerse, como Saturno a sus hijos, la más simple de las aves del corral adobada con la más simple cabeza de la huerta, que le parecía tan sabroso por no saber distinguirlo de su propia hambruna. El dios Zuckerberg tuvo que darse un paseo por aquí antes de patentar esta corrala que cabe en un teléfono de bolsillo aunque, a la inversa, la creó a imagen y semejanza nuestras. Lo peor es que no tuvo bastante con la imagen y metió las voces y las músicas por las que nos reconocimos tan iguales. Qué voy a hacer, si Eva María se fue.