Letras para comer


Libros confitados para confinados. “Confite”, qué palabra perdida, bolita de origen catalán que pagamos ahora con la ingratitud española de siempre.

La cosa se alarga, vamos ya por más días de sillón que de fogón, de zapeo que de tapeo, de vino en casa que de rosas en el parque. El virus se ha acomodado y, como en la peste del Renacimiento, parece duende de la casa pues así dijo el padre fray Antonio de Guevara cuando se colaron en los desvanes las pulgas a lomos de las ratas. En la casa de apuestas llaman a Simón para preguntarle las previsiones y programar a pie cambiado, o sea, gana la banca. Quedan días de sillón, digo, y libros tan a mano como olvidados, libros eruditos que un día se apretaron en la fila de los ni habituales ni tan raros y ahí siguen, esperando les llamen a filas. Uno acá y dos en la balda de abajo, a contramano. Libros que ni son de viajes ni de gastronomía ni de aventuras pero de todo y de más.

La casa de Lúculo, de Julio Camba, el hombre que acabó los muchos días de trece años en el Palace, y el libro huele en cada página a lo que él quiere, sin quererlo, como los grandes de las letras, nóbeles aparte de estómago escurrido como el de los locos de El Greco. Así, como un aforismo, “una sardina, una sola, es todo el mar”, con el “inconveniente” de que no puede comerse con la madre virtuosa de nuestros hijos, “sino fuera, con la amiga golfa y escandalosa”. Hoy le habrían rebanado el quilé con un cuchillo de diseño, color morado, por otra seña. Entre esas tapas de papel se sentencia que “la gastronomía es un arte de las clases medias y, mejor aún, de esas clases alternas que pasan meses de privación y semanas o días de opulencia” y así Camba remata con esta revolera lo que más bien es una sentencia de callejón, de esas donde la sabiduría taurina cae gota a gota con espacio de ferias que son décadas.

Sin orden ni concierto, como pretende el que firma esto raro que va corriendo, guardo en el bolsillo interno del gabán con el que me han de amortajar un raro entre los raros: Comiendo en Hungría, Miguel Ángel Asturias y Pablo Neruda por colleras, oliendo ese país y oyendo las campanas que llaman a cenar. Qué no sabrían ellos de deseos de cenar, ellos que vieron llegar en los ecos de los libros de historia a su continente sureño una soldadesca imperial que empujaran las hambrunas de Castilla. Rehabilitan por dos la sopa y piden la nacional, “aromática como un armario de hierbas, suavemente pícara y picante” y prueban el foie-gras, la exquisitez, pues “su sabor toca el arpa del paladar”, y también el “chashlik” ensartado y en un chisporroteo de topacio que uno se imagina y sacaría un billete en el tranvía de los sueños para cenarlo en el “Alabardero” si es que esto no fuera exceso en días como éstos y los que tienen que venir.

Libros en anarquía, a mano de la mano aunque a desmano de una apatía sarpullida por las paredes de cada casa como un gotelé de virus cuyo mal está en las pinchas de su cáscara más que en la mala follá de su núcleo que ni es núcleo. Frente al sofá, enhiesto El goloso, de un Conde de Sert provocador que recopila recetas de ricos que parecen todos pues en la de los pobres de Jueves Santo de 1897 se cenó como por un año: tortilla de escabeche, salmón, mero, merluza frita, congrio con arroz, empanada de sardinas, besugo en escabeche, alcachofas rellenas, colifor frita, salmonetes asados, pajeles fritos, lenguados fritos, anises, aceitunas, tortas de hojaldre, arroz con leche, queso de bola, camuesas, naranjas, cidrados, limas, orejones, ciruelas pasas, nueces y avellanas, cena de caridad que ofrece la reina viuda María Cristina de Habsburgo en los salones de Palacio. Biopsia de un tiempo que no diagnostica sino en falso pues más morirían de atracón esa noche que de lo otro el resto del calendario.

Libros confitados para confinados. Confite, qué palabra perdida, bolita de origen catalán que pagamos ahora con la ingratitud española de siempre, devolviéndoles a cambio un candidato que confina ahora sí ahora no, y deja la mesa sin recoger, manga por hombro, con las raspas de Carpanta que son un picasso con los ojos abiertos y la boca de petaca. Y en el centro un tetrabrik. De Don Simón.