Burracos
La prensa gallega se hizo eco este verano de tres burros que quedaron ensimismados ante su reflejo en la puerta de un negocio en un pueblo de Lugo.
El trío de équidos, que fue retirado por la policía local tras su identificación, llegó de madrugada mansamente desde una nave.
La escena es enternecedora cuando apenas quedan en España unos 30.000 jumentos de cuatro patas. Solo les faltó, bromean quienes contemplaron la escena, hacerse un selfi.
Parece que también a ellos les preocupa su imagen. Por eso no rebuznaron como jóvenes beodos y zarrapastrosos de regreso de discos y fiestas. También poseen un gran sentido de conservación, y a veces no hacen caso a las órdenes y se muestran tercos, porque desconfían.
En otros tiempos esta excursión animal no sería noticia. Pero no deja de ser un tanto enigmático el comportamiento de estos asnos, en tiempos de tanta inteligencia artificial que denuesta y tacha de viejuno cuanto no se ajusta a la llamada nueva realidad.
Un amigo bilbilitano tiraba de metáfora para explicar los avances o revolución desde nuestra infancia rural. “Hemos pasado casi directamente del burro al ordenador ¡Jodo. Casi nada!”, repetía mientras sufríamos los desajustes de la tormenta laboral tecnológica y burocrática.
Para no insultar y respetar a los bípedos que tan sufrido progreso han traído al mundo desde la época de los faraones, otro colega prefiere hoy llamar burracos/as a buena parte del rebaño político (de uno u otro bando), a tanto buscarruidos televisivo, tertuliantes y chapuceros que construyen y gestionan paradores a cuenta de todos.
Lo peor, como advirtió Cervantes no es imitar al conmovedor rucio de Sancho Panza, símbolo de inocencia, sino convertirse en un burro de reata por no ser leído ni viajado ni cuerdo. O no querer ver nada hasta que no nos da el trillo en los talones. Burracos.