Mazón
Es difícil saber qué habita en el alma de las personas, en su interioridad más íntima. Allí posiblemente residan los anhelos, el sentido que queremos darle a la vida, los deseos, también los miedos y las heridas, la memoria sin barnices, quizá la esperanza y la búsqueda de paz y belleza.
Me preguntaba, viendo a Mazón estos días, qué anida en su interior, si tan grande es su apego al cargo, al poder, como para no inmutarse, como para tener que cambiar de versión una vez tras otra cuando ha sido pillado en contradicción o flagrante mentira sin afectarle. No parece que sea el orgullo por defender su verdad, ya que esta ha ido cambiando con el tiempo, tampoco el proteger a los suyos, ya que no le ha temblado la mano para dejarlos caer cuando ha sido el caso. La defensa de sus prebendas como expresidente para el momento en que pueda disfrutarlas, señalan algunos. El no tener donde ir, dicen otros.
No sé. La verdad es que, más allá del muñeco en que se ha convertido, en el monigote al que todos arrojan las pelotas de trapo, insultado por las víctimas, escondido en los actos públicos, temeroso de las preguntas de los periodistas, más allá de eso, algo debe haber, algún pesar, algún lamento, aunque no sea capaz de reconocerlo. Se le vio compungido, incluso hay quien dice que emocionado, en el homenaje civil a las víctimas. Lo cierto es que su comportamiento no tiene justificación. Uno puede equivocarse, lo hacemos todos, pero un cargo como el suyo siempre está expuesto a tener que rendir cuentas y, en su caso, a tener que asumir responsabilidades que impliquen la dimisión. Es, debería ser, lo normal. Por eso no se entiende. El problema no es dónde estuvo aquella fatídica tarde de hace un año, aquel maldito 29 de octubre, el problema es dónde no estuvo. Y, sobre todo, que no estuvo donde debía estar no por un motivo justificado sino por algo que ha pretendido esconder y manipular en todo momento.
Cuatro horas de comida son muchas horas, y más cuando son por trabajo. Atender al teléfono y no ser consciente de lo que ocurría o, peor aún, serlo y no hacer nada, es muy grave. La historia del caballero español acompañando a la dama al parking resulta patética, sobre todo teniendo en cuenta que fue aquel día y no otro cualquiera. Se equivocó, lo cual es grave, pero lo es más que se sigue equivocando cada día que pasa sin dimitir. Y se equivoca, incluso más, quien le permite seguir en el puesto por no se sabe qué cálculo electoral. Es incomprensible.