De la vieja casona
En estos días de regreso a la tierra, evocamos con nostalgía los recuerdos infantiles unidos a la vieja casona infantil, mientras la lluvia golpea, mansamente, el tejado de pizarra.
La arquitectura tradicional de nuestra tierra nos ofrece una gama de colores de lo más variopinta: tenemos una arquitectura rosada que muestra sus fachadas de arenisca en parte del Señorío y el Ducado y en tierras de Sigüenza, por ejemplo; hay una arquitectura rojiza de ladrillos y tejas y ocre de adobes, secados al sol de la Campiña; existen blancas arquitecturas que utilizaron los bloques de yeso como materia prima para alzar las paredes en muchos territorios; también blanquean las casas en las alcarrias, donde abunda la caliza con todos sus matices –amarillentos, beigs, grisáceos-…; hay una blancura inmaculada de cal, en Sierra Molina, copiada, según dicen, de las largas estancias andaluzas que los pastores trashumantes trajeron consigo; y hay también una arquitectura negra con todas sus variantes, que se muestra grisácea donde imperan el esquisto o el gneis, matizada de rojo, cuando el óxido de hierro tiñe de sangre la pizarra y las piedras cuarcitas, azuleando a veces, ligeramente, cuando la piedra se extrae en las canteras más puras de la virgen pizarra gris.
Robledo de Corpes. Una casa de pizarra. Foto: José Antonio Alonso.
Estamos hablando solo del color, una pequeña parte del aspecto exterior, que viene dada por los materiales que ofrece la naturaleza y por la costumbre que ha generado una estética determinada. En Robledo de Corpes, las paredes de las casas primitivas, que todavía quedan en pie, ofrecen esta última policromía, dentro de los tonos grisáceos que muestra la pizarra. Pero, hoy, entraremos en el interior de esa casa entrañable que guardo en la memoria y de algunos recuerdos vinculados a ella.
La vieja casona tiene ya muchos años. Varias generaciones la hemos habitado. Si preguntas a los mayores, te dirán que no saben quién la hizo en tiempos inmemoriales. Aquellos ancestros no tuvieron que plantearse cómo adquirir la piedra con la que levantar el edificio, pues el terreno ofrecía abundantes pizarras y cuarcitas para ir levantando las gruesas paredes y para cubrir sin problemas las techumbres; tampoco necesitaron aparejadores, ni arquitectos y, mucho menos, “diseñadores de interiores”, ya que la costumbre y la necesidad iban definiendo su estructura. Y, a pesar de su “escasa formación”, acabaron construyendo hogares donde ardía la leña para calentar los pucheros y los hornos donde cocer el pan de cada día.
Cuando hacía buen tiempo, las puertas de la casa estaban siempre abiertas; en todo caso se cerraban de noche, para impedir el paso de animales extraños, pero, durante el día, tan solo una cortina te flanqueaba el paso. Entonces se gritaba desde fuera: “¡Tío fulano!” O “¡Ave María purísima!”, contestando desde dentro: “¡Sin pecado concebida!” Y, sin más ceremonias, se ponían los pies en el portal.
Rincón de una cocina. Foto: José Antonio Alonso.
La puerta de la casa era de doble hoja. En la parte inferior estaba la gatera por la que transitaban, como su nombre indica, a su libre albedrío, los gatos que mantenían el edificio libre de ratones. En la hoja de arriba se colocaban cruces y sagrados corazones que protegían la casa de los posibles males que venían de fuera.
El portal era alargado y ancho y en él nos pasábamos gran parte de las horas, sobre todo en verano y primavera, por eso había sillas y un gran banco corrido. Allí se sentaba la abuela para tejer sus ganchillos, mientras escuchaba la radionovela, y el abuelo para golpear los cencerros, reparar las albarcas y afilar la herramienta. El suelo del portal era de losas de pizarra y en las blancas paredes se colgaban los almanaques, la bolsa de los peines y la fotografía del tío-abuelo uniformado, que se dejó la vida por el rey y la patria, en los desiertos africanos; junto a ella, colgadas de un clavo, las tablillas de cera que se usaban para alumbrar a los difuntos en la iglesia.
Desde el portal se accedía al comedor, reservado para los adultos en las grandes ocasiones. Allí estaban las fotos de las bodas familiares y las de los nietos que, según llegaban, se colocaban en las esquinas de los marcos y se iban doblando, como vencidas, con el paso del tiempo. En el aparador estaba la bandeja con las pequeñas copitas de anís para los cumpleaños, los vasos de cristal con anisillos de colores y las cajas metálicas de carne de membrillo donde se guardaban las cartas, los recordatorios y los papeles de la contribución. Sobre el aparador, un cuadro con relieve de la última cena.
Una cortina gris separaba el comedor de la alcoba del matrimonio, donde había una cama de hierro, una mesilla, dos aguabenditeras y variadas imágenes de vírgenes y santos.
Pared con pared del dormitorio, se encontraba la cuadra donde dormían las mulas que calentaban la casa y que, a veces, relinchaban en el silencio de la noche.
Aguabenditeras. Foto: José Antonio Alonso.
Al fondo del portal estaba la cocina con su escaño, su armario y sus vasares de bordadas puntillas. Todo era penumbra, durante el día, en aquella estancia a pesar de que, de vez en cuando, se encalaban las paredes, porque el humo se encargaba de oscurecer de nuevo la frágil claridad. El fuego se situaba al fondo, sobre una pequeña zona elevada. Durante el día la luz penetraba por la alta chimenea, acampanada y negra de hollín, que se iba estrechando a medida que se ganaba altura. De una barra de hierro colgaban los allares, forjados en la fragua, con sus ganchos para el caldero.
A ras del suelo, se situaba una pequeña mesa donde se ponía la cazuela en la que comíamos, sentados a su alrededor en los pequeños asientos; y arrimados a la pared, la cantarera, una artesa y el coción de blanquear la ropa. Adosados a la cocina estaban la despensa y el horno para cocer el pan.
Del portalón salía una escalera de madera para acceder a la planta de arriba, donde había un par de alcobas más, las atrojes donde guardar el grano y un pajar con su ventano o piquera para cargar la paja desde la calle. El resto de la planta estaba destinado a almacén y a trastero. Allí jugábamos de pequeños al escondite, en los días de invierno, mientras la lluvia golpeaba, rítmicamente, el tejado de pizarra y el pequeño cristal del ventanuco.