El beso en España

10/09/2023 - 15:59 Javier Sanz

El beso, al fin, es el beso del amor, es el beso dado de cada uno, y no el recibido, que nadie recibió un primer beso. Todos dimos un beso primero, más o menos.

No habrá procesión de veinticuatro quilates que baile por las calles de España la próxima Semana Santa que no lleve la viñeta del beso de Judas en su sitio y por su orden, con un par de soldados romanos de libre interpretación, pero armados de lanza y con un farol de la Gestapo. El único atrezzo será un olivo a cuyos pies duerma Pedro a negación suelta. Del paso saben hasta el más profano o el más ateo, Judas Iscariote señala con un beso al que hay que detener. El beso, o sea, el medio, es el sello, del amor y de la traición, y entre ambos caben todos los besos con todos sus registros de boleros y pasodobles, pero el beso es lo humano y lo humano es besar, aunque el de Jueves Santo es un beso de talla policromada, el beso de todos los años y en el mismo circuito, un beso de alevosía, ni siquiera un beso de desamor. 

El beso es el beso, lo demás es otra cosa. Picos les llama algún personaje desagradable de estos días al que van a colgar de los huevos que se frotó diez segundos antes, en la Plaza Mayor del reino. España siempre ha sido muy de colgar en público, empezando por el rosa vecino del quinto, muy de salvamé, muy de ajusticiar sin peritos, no vaya a ser que el argumento aplace el desenlace, que hay películas que piden el desenlace antes del planteamiento y saltándose el nudo. En las gradas de la plaza hay tifus, se han colado de gañote niños y viejos de andador y esto no empieza, aunque los dosmil pulgares del millar de asistentes apunten hacia el suelo patrio y en el chiringuito no se habla más que del pico de un zopenco sujetando el colodrillo de la futbolista como Courtois bloca por arriba. Un pico imperial fue lo de Brezhnev con Honecker, pico de hermanamiento, pico fraterno socialista, pico indenunciable, pico para la historia mundial que después quedó firmado por Vrubel en lo que quedaba del muro de Berlín, pico antagónico del de Klimt, que no fue ni pico ni beso sino un puzle de purpurina, que el beso es otra cosa, un arrebato, y por ello no cabe tanto encaje de ganchillo.        

El beso ha sido bailado lento en las verbenas de antes, como si fuera esa noche la última vez, pero eran besos colectivos. Todos los besos prohibidos los guardó en testamento el viejo Alfredo para su niño ayudante, Salvatore, en “Cinema Paradiso” pues la tijera italiana de la postsegunda guerra mundial cortaba medio metro del símbolo del amor como en la otra península del Mediterráneo, que, aunque momentáneo o de impulso, amor eran todos los besos enlatados por el viejo a título póstumo. En la noche de cada uno, en fin, está el recuerdo del primer beso, un beso de puntillas, un beso tramado, que el primer beso nunca es espontáneo. Fue cuando dos bocas encajaron en tres segundos como piedras ajustadas por Chillida en dos meses para dar una escultura eterna que es el fotograma que no borrará ni el Alzheimer. El beso, al fin, es el beso del amor y del deseo de amor, es el beso dado de cada uno, y no el recibido, que nadie recibió un primer beso. Todos dimos un beso primero, más o menos a la hora punta, cuando Cenicienta repartía zapatos de cristal por los palacios, en una furgo de MRW.