El collar sideral


Reconocer a las mujeres como sujetos históricos y no solamente como receptoras pasivas de lo que otros hacían y decidían, no es un asunto menor.

Recuerdo un seminario con la catedrática de Prehistoria de la Universidad de Jaén Carmen Rísquez Cuenca, en el que nos instruía sobre la importancia del lenguaje de los objetos también para recuperar la memoria silenciada de las mujeres y su contribución, tantas veces invisibilizada, al patrimonio arqueológico.

Las memorias vicarias son aquellas que no se han vivido directamente, pero que nos relacionan con el pasado y van configurando parte de nuestra identidad. De ahí que resulte tan determinante prestar atención a cómo se trasmite el conocimiento, detectando los sesgos androcéntricos que crean referentes arqueológicos y culturales que ocultan a las mujeres dentro de un pretendido masculino genérico.

A pesar de los avances en este campo, seguimos observando que aunque muchos museos han renovado sus infraestructuras y medios tecnológicos, no siempre han hecho los mismo con sus discursos expositivos. Así, los hombres de la prehistoria son seres activos que cazan y portan tecnología con la que dominar a la Naturaleza, como lanzas, fuego, etc. 

Por el contrario, las mujeres -cuando aparecen representadas- normalmente suelen estar en planos secundarios, limitándose al desempeño de roles pasivos vinculados a la maternidad y en algunos casos a la molienda del cereal, reproduciendo de este modo una asimetría entre los sexos, mediante ausencias y silencios, que obedece más a los prejuicios actuales que a pruebas sólidas de que así era. ¿Acaso no pudieron ellas descubrir el fuego? No excluyo a los hombres de esta posibilidad, pero pongo de manifiesto que las mujeres también pudieron hacerlo.

 

Foto: Collar sideral. Fuente: Museo Arqueológico Nacional.

En los primeros lustros del siglo XX, Enrique Aguilera y Gamboa, el popular aristócrata dedicado a la historia y la arqueología, halló una tumba singular en la necrópolis celtibérica de Navafría, ubicada en el pueblo de Clares, muy cerquita de Maranchón. Este enterramiento fue atribuido por el marqués de Cerralbo a una Sacerdotisa del Sol, al encontrarse en su interior un interesante ajuar en el que destacaba una pieza fascinante: el collar sideral, elaborado con arcilla y datado en el siglo IV a.C.

Este collar viene a simbolizar el ciclo cósmico y su relación con las fases de la vida y la muerte, pareciendo querernos hablar de lo trascendente y de una existencia más allá de la terrenal. Posee cuatro ruedas solares, al igual que las cuatro estaciones, con los cuernos de la Luna a un lado y los cisnes (aves migratorias a las que la cultura céltica concedía un papel mágico importante) confrontando con estos últimos. 

Aunque, como bien dice Elisa Malpesa Montemayor en un artículo sobre este tema publicado en el Boletín del Museo Arqueológico Nacional en 1993, «alcanzar una comprensión del mundo funerario siempre resulta difícil ya que estamos intentado entender ideas y creencias desarrolladas por una sociedad ya desparecida (…)», esta Sacerdotisa del Sol y su collar sideral son rastros de una genealogía femenina que nos indican que las mujeres estaban presentes y activas, ejerciendo  ocupaciones socialmente relevantes hace siglos. 

En este sentido, no se trata de que se muestren más féminas porque sí en los museos o en las publicaciones, sino de reflexionar acerca de cómo lo hacen, ya que es posible construir otros discursos más equilibrados y fiables con absoluto rigor científico. No podemos olvidar que las iconografías no son neutras, sino que tienen un contexto que las explica, y que la arqueología con enfoque de género permite revelar a las mujeres de la prehistoria y la protohistoria como agentes activos en el desarrollo de su sociedad, creadoras además de patrimonio cultural, como es su participación (aunque no siempre se reconozca su autoría) en muchas de las pinturas rupestres.

La exposición es el lenguaje propio del museo. Las cartelas y otras señaléticas se pueden leer más o menos, pero siempre se mira lo expuesto, de manera que si no hay mujeres, estas no existen en el imaginario colectivo, en la memoria común que generan los museos a través de sus colecciones. En el caso que nos ocupa, podemos mirar y admirar su legado en el Museo Arqueológico Nacional, custodio de tan evocador collar.

Reconocer a las mujeres como sujetos históricos y no solamente como receptoras pasivas de lo que otros hacían y decidían, aun a sabiendas de la existencia de una estructura social patriarcal, no es un asunto menor. De hecho, hoy en día circulan algunas hipótesis, a mi juicio falsamente modernas, que atribuyen los hallazgos arqueológicos correspondientes a mujeres a personas trans, como si no fuera posible que quienes nacieron con sexo femenino valieran ser acreedoras de ciertas atribuciones.

No digo con ello que no pudiera haber habido trans en aquellos momentos, como tampoco que no deba reconocerse su dignidad en el presente, pero los derechos de un colectivo no pueden construirse arrasando los de la mitad del mundo. Este es un nuevo desafío, el del borrado de las mujeres, al que sin duda el feminismo hará frente con la misma determinación que siempre ha mostrado pese a las adversidades.