El día que dejé Facebook

06/04/2024 - 17:22 Jesús de Andrés

Hoy por fin he indagado, he buscado viejas cuentas y he recuperado la contraseña. Antes de aceptar esas 68 amistades, antes de ver qué cosas tengo allí abandonadas, he escrito esta columna para explicarme, colgarla y abandonar por siempre.

La noche en que Paco Umbral llegó al Café Gijón, decía él, puede que fuese una noche de sábado. Había humo, tertulias, gente de pie y caras conocidas. Yo no llegué jamás a ese lugar, conformado por habitantes del mundo de las letras y la farándula, más literario que real, pero sí puedo recordar la noche que aterricé en Facebook, sin humo ni gente de pie, con conversaciones y nombres conocidos, y el día que lo abandoné. Llegué en 2008. Impartía entonces un curso de doctorado en la Universidad Complutense, mi alma mater. Apenas docena y media de estudiantes, la mitad latinos, la otra mitad españoles, todos alrededor de una gran mesa. En una de las primeras clases alguien propuso abrir un grupo en esa red social, entonces hegemónica, que sirviera de foro de discusión sobre las lecturas, y también como lugar de sugerencias de artículos y libros, de intercambio en general. La idea fue aceptada y no me quedó más remedio que darme de alta e interactuar en aquel lugar tan novedoso como poco intuitivo para mí. Al poco tiempo, mis alumnos pasaron de sugerir libros a poner fotos del fin de semana, a recomendar bares en vez de autores, olvidando que yo seguía por allí.


Me quedé un tiempo, aunque, debo reconocerlo, nunca me gustó. Mantuve la cuenta por aquello de estar en el ajo de la virtualidad, porque de vez en cuando llegaba información inesperada, porque de repente te enterabas de cosas. También por la crónica social, no voy a negarlo, y caí, como todos los que frecuentan las redes, en el desfile de vanidades. Permanecí más tiempo mirando que exponiéndome, eso sí, hasta que empezó a cansarme el patio de vecinos, las discusiones ideológicas cerriles, la exhibición de egos y la intimidad del prójimo. Y lo fui abandonando poco a poco, casi sin darme cuenta. Hasta tal punto que olvidé las claves y cuando quise entrar fue imposible. Cuando me llegaba un enlace era rechazado por olvido de contraseña, pero podía ver que tenía 68 solicitudes de amistad sin responder (qué pensarían de mí) y cientos de notificaciones sin atender.


Hoy por fin he indagado, he buscado viejas cuentas y he recuperado la contraseña. Antes de aceptar esas 68 amistades, antes de ver qué cosas tengo allí abandonadas, he escrito esta columna para explicarme, colgarla y abandonar por siempre. Nada quiero de Zuckerberg ni similares. Nada me aporta discutir con conocidos o desconocidos. Poco me importa ver ni que me vean. No quiero generar dopamina, al contrario, entiendo que desconectar tiene más beneficios que otra cosa y aumenta el tiempo libre. Tiempo y libre. Es para pensarlo.