El orfebre de la palabra
Llegó Azorín al mundo al poco de proclamarse la Primera República, el mismo año en que Amadeo I abandonó España. Vivió la Restauración, la dictadura de Primo de Rivera, la II República y prácticamente todo el franquismo.
Se cumplen 150 años del nacimiento de José Martínez Ruiz, Azorín, alicantino de Monóvar, nacido un 8 de junio de 1873. Pocos personajes literarios con tan larga y oscilante biografía suscitan tanta unanimidad. A pesar de no ser autor de ninguna obra universalmente reconocida, de un título al que podamos asociar de forma automática su nombre, es, como dijo de él Vargas Llosa en su discurso de ingreso en la Real Academia Española, “uno de los más elegantes artesanos de nuestra lengua”. Algunos de sus libros más breves, como Castilla o La ruta de Don Quijote, forman parte de las mejores páginas de nuestra literatura. Escribió novelas, ensayos y teatro, pero destacó en la distancia corta, en la inmediatez de la columna, del artículo de opinión. Ahí se manifestaron, como en ningún otro género, su original estilo minimalista y su precisión descriptiva, llevando al idioma español a su mayor excelencia. A través de sus artículos en la prensa consiguió, desde una calidad a la que jamás renunció, aproximar al gran público lo mejor de nuestra tradición literaria, de nuestro arte, de nuestra cultura, en escritos que no por profundos dejaban de ser accesibles y divertidos. Fue el eslabón, jamás perdido, entre Larra y el fecundo periodismo de Gómez de la Serna, Julio Camba, Ruano, Delibes, Paco Umbral o Manuel Vicent, entre otros.
Llegó Azorín al mundo al poco de proclamarse la Primera República, el mismo año en que Amadeo I abandonó España. Vivió la Restauración, la dictadura de Primo de Rivera, la II República y prácticamente todo el franquismo. Fue anarquista, republicano, conservador (hasta cinco veces fue diputado por el Partido Conservador), exiliado de la tercera España en París durante la guerra civil y adepto al régimen franquista en sus años finales. Pese a ello, jamás tuvo una visión política de la vida ni de la época que le tocó vivir. De él dijo Ortega que no era un filósofo sino un sensitivo de la historia. En sus escritos políticos y en sus crónicas parlamentarias había menos ideología que sensaciones, primando siempre la mirada, la descripción de las imágenes. Pero qué crónicas, qué reportajes, qué artículos de viajes, qué reseñas de libros. Se leen hoy con el mismo interés que tuvieron entonces, dobladas al descubrir al lector contemporáneo un mundo ajeno mostrado desde su particular mirada.
Dio nombre y vida a la generación del 98, creó un género propio, publicó más de 5.000 artículos en media docena de periódicos. Fluidez en el estilo. Caminar y contar, en eso se resumía su afán, siempre exacto para, como señaló Vargas Llosa, “producir, condensada como la luz en una piedra preciosa, una obra de consumada orfebrería artística”.