¡El Tajo navegable!

13/12/2016 - 20:49 Javier Davara

Navegar por el río Tajo (I)

José Briz y Pedro Simó, ingenieros militares, recorren los confines de los ríos Tajo y Guadiela por tierras de Guadalajara y Cuenca. Comisionados por el alcalde de Madrid y consejero del monarca Carlos Simón Pontero, nacido en Chillarón del Rey, deben elaborar un proyecto que haga factible la navegación de barcazas por las cabeceras de ambos ríos

 

El Tajo muere de sed. El majestuoso río, el más largo de la península Ibérica, muestra dolorido su penoso semblante. Ayuno de recursos y cuidados discurre sin consuelo, entre las otrora fértiles riberas, hacia un incierto futuro. Lejos, muy lejos, quedan las bellas palabras de fray Gabriel Téllez -el monje dominico, poeta y dramaturgo conocido por Tirso de Molina- al afirmar que sus aguas “satisfacen sedes y hermosean caras”. Ahora, en momentos de trasvases y penurias, cuando los pueblos ribereños de Guadalajara, claman justamente por recobrar la vitalidad y la riqueza de cuencas y aforos, parece obligado evocar, en un fulgor de esperanza, antiguos sucedidos, singulares y pretéritas narraciones.


    Quimeras, fábulas, deseos, fantasías… ¡El Tajo navegable! El eterno sueño de las gentes castellanas de alcanzar mares y océanos. En tiempos reformistas, ilustrados y borbónicos, durante el reinado de Fernando VI, José Briz y Pedro Simó, ingenieros militares, recorren los confines de los ríos Tajo y Guadiela por tierras de Guadalajara y Cuenca. Comisionados por el alcalde de Madrid y consejero del monarca Carlos Simón Pontero, nacido en Chillarón del Rey, deben elaborar un proyecto que haga factible la navegación de barcazas por las cabeceras de ambos ríos. Una rápida vía fluvial destinada al transporte hacia Aranjuez de frutos, géneros y bienes, cultivados y producidos en estos insondables andurriales serranos y alcarreños. 
    Vestidos con el uniforme de campaña, armados de pistolas y sables, asistidos por dos criados y un guía del país, provistos de instrumentos y enseres para reconocer, dibujar y delinear comarcas, montes y riberas, Briz y Simón abandonan la villa de Alcocer, capital de la Hoya del Infantado, el día 4 de agosto de 1755. En generosa letanía, cascadas y meandros, desfiladeros, barrancos y peñas, puentes, molinos, batanes y herrerías, asentados en alta y montuosa orografía, esperan a los decididos viajeros. Una espectacular aventura recordada, años después, por la impagable figura de Melchor Gaspar de Jovellanos, al recogerse en los baños de Trillo a sanar de un artero envenenamiento. 
    Los audaces ingenieros y sus acompañantes remontan el curso del Guadiela, por sendas de El Recuenco, reconocen la fábrica de vidrio allí existente, visitan la ermita de la virgen de la Bienvenida, y alcanzan, jornadas después, la villa conquense de Masegosa. Tras trece días de dificultoso transitar, ya escrutadas las nacientes fuentes del Guadiela y el Tajo, divisan el pueblo de Peralejos de las Truchas, de ciento sesenta casas, en el cual descubren numerosas pesquerías al borde del río y un gran acopio de productivas colmenas. Miel y truchas, manjares para la supervivencia. Un más que apacible paraje, en el cual deciden hacer noche, poblado por “grandes pinos, robles y carrascas, muchos bojes y avellanos”, de enorme riqueza que si fuera convenientemente explotado -como escriben en sus notas viajeras- “fertilizaría la miseria en que vive el paisanaje”. Igualmente consideran que Peralejos puede trocarse en el “embocadero del reino de Aragón”, como almacén de “los frutos de estos países, abundantes y amenos, en especial en minerales”, procedentes de las comarcas de Teruel, Albarracín, Daroca y Molina.  
    Intrépidos y curiosos, al día siguiente, 18 de agosto, festividad de santa Elena, José Briz y Pedro Simó, se arriesgan a explorar, a pie y en solitario, aguas abajo, las riberas del río. Perdidos por trochas y espesuras, errantes y desorientados, caminan sin rumbo, durante trece inhóspitas horas, hasta dar con el rio Cabrillas que les conduce de nuevo al Tajo, con el cual se acuna en torno a la cima rocosa de la Machorra. Después de infinitas vueltas y revueltas, alcanzan Poveda de la Sierra, donde les esperan criados y caballos. Un merecido descanso alivia y refresca cuerpos y ánimos. Al amanecer se adentran por el arroyo de la Hoz, que descubren lamentablemente “ofuscado de broza”, luego exploran la legendaria laguna de Taravilla, ancestral centinela de los secretos del tortuoso conde don Julián, antes de retornar a su resguardo povedano. 
    En su vagar por los hermosísimos predios del Alto Tajo, los curiosos aventureros levantan planos topográficos, bosquejan riberas y cañones, describen aprovechamientos forestales y rudimentarias labores mineras, sin olvidar los bosques, plantaciones y especies animales. Al tiempo, también se preocupan del cuidado de arroyos y manantiales, llegando a drenar, con sus propias manos, desagües y tajeas a fin de lograr un mayor caudal de agua.  Llama su atención, en las cercanías de Peñalén, lugar con setenta vecinos, los trabajos cumplidos en la herrería de Garabatea, una sencilla industria metalúrgica ocupada en la forja del hierro. Les disgusta observar la gran “corta de pinos grandes y chicos que allí se hace a la orilla del Tajo, lo mismo que con álamos y avellanos, sin preservar los más pimpollos”. La herrería alimentada con carbón vegetal, proveniente de la combustión de grandes pilas de leña, “presenta una esclusa de agua, tan desmedida”, que se desborda continuamente. Por ello, el martinete, que golpea al fundido metal, no puede ser movido por la fuerza de las aguas y debe servirse del “arroyo de Peñalén que, ingenua y rústicamente, los lugareños hacen pasar por un canal de madera, colocado sobre el río Tajo”. Deseosos de solucionar tal problema, Briz y Simó, ayudados por sus sirvientes, rebajan unos seis pies la altura del dicho arroyo y logran un tercio más de agua, haciendo posible el trabajo continuado, día y noche, del antes casi parado mecanismo. La gran utilidad del ingenio. 
Entre bosques de encinas y pinos, que encuentran “talados en demasía”, días después, los dos ingenieros arriban al puente de san Pedro, ubicado en un soñador paisaje, a poco más de una legua del caserío de Zaorejas, municipio ceñido por huertas y sembraduras. Antes del puente, “que es paso general para Aragón”, el río Gallo, en su confluencia con el Tajo, sumado al arroyo de la Fuensanta, suministra una abundante profusión de agua, que mueve un molino y un batán, en donde las truchas pueden ser recogidas “sin más que poner una red en el boquete de la corriente”.  
El dulce sol de una mañana de verano, un 25 de agosto, conduce a los expedicionarios a Huertapelayo, por bellísimos territorios, aledaños al cauce del Tajo, “angostos y recogidos entre peñas”, eterna morada de águilas, buitres y halcones, cortejados a distancia por los entonces recios muros del monasterio cisterciense de Buenafuente del Sistal. Los caminantes atestiguan que los vecinos del terruño, llamados pelayos, “trajinan, durante el invierno, con el comercio de pez, resina, aceite de enebro, mieras y otros batanes”, quedando en sus casas las mujeres y los niños”. Un riachuelo aprovecha a un molino harinero y al riego de las huertas. Inmensos y hermosos pinares engalanan collados y montañas, al igual que en Huertahernando, Canales del Ducado y Ocentejo, “gozados por todos con igual felicidad”, pese a las grandes cortas de árboles, luego llevados, río abajo, hasta Toledo. José Briz y Pedro Simó se acomodan en Huertapelayo prestos a revisar notas y apuntes, a hilvanar croquis y alzados, antes de continuar explorando las lindes del Tajo. Seguiremos su andar. 
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Javier Davara es profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid.