Elena de la Cruz

02/04/2022 - 10:34 Jesús de Andrés

Elena siempre alentaba a quienes estaban a su alrededor, mostrando apoyo y ofreciendo ayuda a quien la necesitara. Siempre con una sonrisa en la boca, nunca se creyó más que nadie, tampoco cuando fue nombrada consejera del gobierno autonómico.

Por Jesús de Andrés 

Vivimos tiempos en los que impera la desafección política, la desconfianza extrema hacia los políticos, a quienes se asocia con escándalos, conductas deshonestas y enfrentamientos cainitas, con la infantilización moral que divide el mundo, para provecho propio, entre los buenos, siempre nosotros, y los malos, siempre ellos. Pocas veces un político consigue el reconocimiento unánime de sus iguales, los de su cuerda y el resto. Por ello, cuando se alcanza ese aprecio, cuando el prestigio se obtiene por igual de propios y extraños, cuando se da la casi imposible unanimidad en la opinión, duele más su pérdida.
Elena de la Cruz, de quien este lunes se cumple el quinto aniversario de su muerte, fue una rara avis en ese sentido, una política estimada y respetada por todos aquellos que coincidieron en su actividad, por quienes compartimos algún momento con ella. Considerada con los demás, siempre atenta e interesada por la actividad del otro, preguntando por verdadero interés, Elena siempre alentaba a quienes estaban a su alrededor, mostrando apoyo y ofreciendo ayuda a quien la necesitara. Siempre con una sonrisa en la boca, nunca se creyó más que nadie, tampoco cuando fue nombrada consejera del gobierno autonómico. Al contrario, la humildad era su divisa junto con un exagerado sentido del deber que le llevó a descuidar su propia salud.
Señalaba Michael Ignatieff en Fuego y cenizas que cualquier servidor público que quiera ganarse el derecho a ser escuchado y hacerse digno de confianza debía poseer una serie de habilidades que no se enseñan. Entre ellas, recogiendo la tradición clásica, incluía la persuasión, la oratoria, la prudencia, la perseverancia y la fortuna. E incluía una cualidad definida por Baltasar Castiglione en el siglo XVI, la sprezzatura, que consiste en lograr de manera natural, a partir de la atención a los demás, que estos se sientan cómodos en nuestra presencia, en disimular el esfuerzo que suponen las cosas para que parezcan sencillas. Esta era, no otra, su mayor virtud. De Elena se dijo que tenía luz, que era de esas personas con las que se está a gusto, que daba lo mejor de sí misma sin pensar en quien tenía delante sin cálculos estratégicos de ningún tipo.
Amiga de sus amigos, leal a quien confió en ella, se ahorró el bochorno de las primarias de su partido, el asalto a su secretario general, el tener que tomar partido dentro de su partido. Al poco tiempo de su fallecimiento, la Escuela de Arte de Guadalajara, de la que fue profesora y directora, recibió su nombre, y este mismo año el Ayuntamiento de Cabanillas del Campo, donde residía, se lo dio a un parque de nueva creación. Que su memoria quede en el recuerdo de todos.