Feminismo desde el principio


A las mujeres no nos han regalado nada y la heroicidad que observamos en nuestras antecesoras del feminismo, no se puede interpretar correctamente si se ignoran las vejaciones que tuvieron que aguantar solo por pertenecer al sexo femenino.

  Desde hace algo más de dos años que se publica esta columna bajo el título de «Vindicaciones», hemos tomado por costumbre comenzar el mes de enero con la semblanza de alguna de las pioneras del feminismo. Así, tras haber abordado las imprescindibles figuras de Olympe de Gouges y de Mary Wollstonecraft, referentes ambas de la primera ola feminista (sobremanera Wollstonecraft), hoy nos trasladamos al que se ha valorado como el momento fundacional de la segunda ola y que marca el inicio del feminismo sufragista: la Convención de Seneca Falls y su célebre Declaración.

  El 19 y el 20 de julio de 1848, en la pequeña localidad de Seneca Falls, situada en el estado norteamericano de Nueva York, se reunió un nutrido grupo de mujeres y hombres −aunque estos en menor medida−para debatir acerca de «los derechos y la condición social, civil y religiosa de la mujer». Las principales impulsoras de este encuentro fueron Lucretia Mott y Elizabeth Cady Stanton, activistas considerablemente bregadas en el movimiento antiesclavista, poseedoras de un buen nivel de instrucción y con experiencia como oradoras (todo ello insólito entre las mujeres de Europa por las mismas fechas).

   La convención concluyó con una vanguardista declaración −también conocida como Declaración de Sentimientos− en la que se denunció la desigualdad jurídica, social y cultural que padecían las mujeres, al tiempo que se plantearon una serie de reivindicaciones de carácter civil, educativo, laboral y, cómo no, político: «es deber de las mujeres de este país asegurarse el sagrado derecho del voto». Infundidas por el atrevimiento de adoptar como referencia los mismísimos documentos constituyentes de los Estados Unidos, las participantes de este cónclave decidieron cosas como que «la mujer es igual al hombre» o que «todas aquellas leyes que impidan que la mujer ocupe en la sociedad la posición que su conciencia le dicte, o que la sitúen en una posición inferior a la del hombre (…)  no tienen ni fuerza ni autoridad».

Ilustración de la Convención de Séneca Falls publicada en 1859.Fuente: Getty Images.

   La verdad es que había que ser audaces para  afirmar «Que la rapidez y éxito de nuestra causa depende del celo y de los esfuerzos, tanto de los hombres como de las mujeres, para derribar el monopolio de los púlpitos y para conseguir que la mujeres participen equitativamente en los diferentes oficios, profesiones y negocios»; pero gracias a esta actitud lograron desarrollar un movimiento emancipatorio que no tardó en hacerse global e interclasista y que, con el sufragio como emblema, reclamaba el estatus de ciudadanía para las mujeres y para todos los seres humanos («la igualdad de los derechos humanos es consecuencia del hecho de que toda la raza humana es idéntica en cuanto a capacidad y responsabilidad»).

   Ciertamente, la demanda de los derechos políticos de votar, ser votada y ocupar cargos públicos, además de acercar a hombres y mujeres en el ejercicio de la incipiente democracia, constituía una de las vías más importantes, si no la más, para conseguir medidas favorables para las féminas. Así lo entendió Clara Campoamor ochenta y tres años más tarde cuando defendió la igualdad plena entre mujeres y hombres en las Cortes constituyentes de 1931. Voto, participación pública, igualdad salarial, divorcio, abolición de la prostitución, compartir las patria potestad, acceso a todos los niveles educativos y a todas las profesiones… son algunas de las pretensiones feministas que se fueron desplegando a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del XX.

  A pesar de no ser reconocida como merece, la Declaración de Seneca Falls marca un punto de inflexión en la Historia. Es indudable que los cambios históricos no los conforma un solo acontecimiento, pero el que hoy nos ocupa es de los auténticamente determinantes. Con el sufragismo se abre una nueva etapa para las mujeres en cuanto a la conquista de derechos, ampliación de horizontes y nuevas maneras de lucha pacífica (de hecho, las manifestaciones modernas las inventaron las sufragistas), pero el camino no fue ni mucho menos fácil. Se rompieron muchas vidas y otras, por desgracia, se perdieron.

  A las mujeres no se nos ha regalado nada de lo que ahora disfrutamos y la heroicidad que hoy observamos en nuestras antecesoras del feminismo no se puede interpretar correctamente si se ignoran las vejaciones que tuvieron que aguantar solo por pertenecer al sexo femenino. Mantener viva su memoria también implica ser rigurosas con el propio concepto de feminismo, su agenda y su sujeto; fabricar una suerte de «feminismos» a medida de intereses ocultos, capaz de asegurar que el sexo no es una realidad material, sino una construcción cultural, y que el género no es un mecanismo de opresión, sino una identidad, constituirá un planteamiento legítimo en una sociedad libre, pero me temo que feminismo no es.