Ficciones

18/04/2022 - 11:12 Jesús de Andrés

 Me refugio en el arte y la música para salir indemne, pero qué difícil se hace a veces conllevar a los defensores de la ficción que pretenden convencernos de que la suya es verdad absoluta.

Finaliza la Semana Santa, las procesiones y ritos en la calle, la exhibición pública de religiosidad a la que concurren quienes buscan el lado folclórico de la vida, que son mayoría, y quienes se agarran a pensar que su protagonismo en estos días es reflejo de la cotidianeidad, de la preeminencia de un dios en realidad venido a menos y de una moral que no concita ni a quien la pregona. Me refugio en el arte y la música para salir indemne, pero qué difícil se hace a veces conllevar a los defensores de la ficción que pretenden convencernos de que la suya es verdad absoluta, de soportar a los valedores de la moral que insisten en que no hay otra alternativa a la que ellos articulan si aspiramos a ser buenos.

Veo de nuevo, por desengrasar, La vida de Brian, de los Monty Python. Cuánta lucidez en sus disparatadas situaciones, cuánta verdad en sus absurdos diálogos.

Dice Pablo Malo en Los peligros de la moralidad que esta tiene visos de epidemia, que los linchamientos públicos y el tribalismo ideológico, tan a la orden del día, surgen en una pretendida espiral de virtud que se manifiesta en aspectos tan extendidos como el victimismo, el postureo o la indignación. Es lo malo de mezclar géneros: la fe tiene su territorio, el de la creencia irreflexiva, que es contrario al de la ciencia, que es el de la razón y la evidencia, o al de la política, que es la canalización de demandas colectivas y su ejecución. Cuando la primera intenta combinar con las otras dos, el resultado tiende al desastre. Cuando la fe es sustituida por una corrección política tan evangelizadora como el más arcaico de los monoteísmos, la tendencia es a la estupidez.

Me exaspera que en determinados museos no se permita realizar fotografías. Puedo entender la prevención hacia el inevitable uso del flash, así somos, pero no la infantilización del público, absurda demostración de poder.

La imaginación no es producto de la fantasía, como bien dice Manuel Rivas, sino prolongación de la memoria: “la levadura con la que se fermenta esa memoria”. Al fin y al cabo, todos tenemos nuestro propio relato autobiográfico: mezcolanza de datos, memoria, imaginación y ficción. Es necesario desmitificar, sin duda, pero a la vez todos queremos que nos cuenten historias que den sentido a la vida. En Elogio de la ficción, Marc Petit anima a narrar, a “volver a cultivar los campos del espíritu que el espíritu del tiempo mantuviese en barbecho”. Hay que desbrozar el campo de ficciones que pretenden ser reales para poder sembrar narraciones que nada pretenden más allá de facilitarnos la comprensión de nosotros mismos y del mundo. Difícil objetivo que lo es todo.