Filomena, a mi pesar

15/01/2021 - 18:09 Jesús de Andrés

Si en la mañana del domingo fue un placer pasear y caminar sobre la nieve virgen, las complicaciones, los coches atascados, las calles impracticables y el hielo ganando terreno se acabaron imponiendo.

Hasta treinta y cuatro mujeres llevan por nombre Filomena en nuestra provincia. Más de 8.000 en toda España. Su edad media es de casi 72 años: la mayor parte de ellas, por mucho que hoy nos creamos el ombligo de la Historia, nació en tiempos más difíciles que los actuales, allá por los años treinta del siglo pasado. Después de estos días de nieve y frío anunciados y bautizados con su nombre de pila como una plaga del Apocalipsis, serán las últimas, un nombre en extinción definitiva. A ningún padre, aunque cosas veredes, se le ocurrirá llamar Filomena a su hija a partir de hoy, favoreciendo el escarnio de los demás.

            La nieve, como el mar, es hermosa y amenazante a la vez. Por eso gusta tanto a los niños, porque sólo conocen lo primero y para ellos es un regalo, una ilusión caída del cielo en forma de copos blancos. Bolas, muñecos de nieve y trineos; no hay juguetes que lo igualen. Para los adultos, la nieve tiene una belleza estética que acrecienta la natural de los campos, bosques y montañas. Incita a la meditación y provoca melancolía por el paso del tiempo, por el recuerdo de otras nevadas y otras épocas. Pero pasada la fascinación inicial, sobre todo cuando cae en estas cantidades, el principio de realidad toma el relevo al del placer y se amontonan, como ella misma, los problemas. Como aquel argentino que emigró a Toronto, en Canadá, y contemplaba extasiado los primeros copos del otoño de su llegada, al final acabamos todos maldiciendo la puta nieve que nos tiene encerrados en casa o con una escayola, consecuencia de una caída en el hielo. Si en la mañana del domingo fue un placer pasear y caminar sobre la nieve virgen, las complicaciones, los coches atascados, las calles impracticables y el hielo ganando terreno se acabaron imponiendo.

            Como siempre, porque eso nos define, la nevada fue campo de batalla, no de bolas blancas, sino de reproches competenciales, acusaciones mutuas y vigas en el ojo. Ministros ocultos en su iglú, otros metiendo la pata, líderes de la oposición quitando nieve con el mismo estilo con el que debieron estudiar la carrera de derecho -echando la palada unos centímetros más allá- y mucha declaración altisonante, vigilándose unos y otros para acusar al enemigo a la mínima. Más que Filomena fue Filemona, porque aquí nos sale a todos el Mortadelo que llevamos dentro con poco que pasemos la rasqueta al parabrisas. Por unos días, nunca mejor dicho, blanqueó al virus que, como el dinosaurio de Monterroso, sigue estando ahí, bajo la nieve. Mientras recuperamos nuestra “normalidad”, confío en que la nevada, al menos por un instante, dejara salir al niño que todos llevamos dentro.