Gorbachov

03/09/2022 - 18:21 Jesús de Andrés

 Nunca fue un demócrata al uso, no pretendió en ningún momento instaurar un sistema liberal representativo. Al contrario, intentó mejorar el ineficaz sistema soviético corrigiendo sus fallos, rellenando sus cada vez más enormes grietas.

Llegó al poder muy joven, al menos para los patrones acostumbrados en la Unión Soviética. Con apenas 49 años se incorporó al Politburó, especie de cónclave cardenalicio al que se accedía por cooptación al final de una larga carrera política, y con 54 fue elegido secretario general del PCUS, el todopoderoso partido comunista soviético, en 1985. Fue el más joven de los secretarios generales. Apenas unos años antes, Juan Pablo II había sido elegido Papa con 58 años, otro signo de que los tiempos estaban cambiando. Su muerte apenas ha supuesto un leve y simpático recordatorio en Occidente, donde siempre fue visto con agrado, y un desprecio mayoritario en Rusia, donde los derechos humanos, los principios liberales y la democracia representativa dejaron de ser una aspiración hace años para convertirse en los valores antagónicos a los del poder actual. No tendrá honores ni funeral de Estado. No se espera en sus exequias a Putin, quien ha cimentado su régimen precisamente como alternativa a cuanto defendió Gorbachov: la distensión, el rechazo a la violencia, la no intervención en los países bajo su control, la apertura y la reestructuración del sistema.

Mal asunto tener que gobernar en tiempos de crisis, tener que tomar decisiones sin saber qué consecuencias tendrán, manejar el timón cuando soplan diferentes vientos a la vez. Llevar adelante una transición, aunque no se sepa hacia dónde, es algo siempre desagradecido. Adolfo Suárez, por más que ahora todos reivindiquen su herencia o su recuerdo, consiguió sólo dos escaños en las generales de 1982. Gorbachov nunca se presentó a unas elecciones. Al principio, cuando pudo haber conseguido una legitimidad democrática de la que carecía, no lo vio necesario; al final, cuando hubiera sido imprescindible para sobrevivir, no se atrevió (Yeltsin sí lo hizo y le ganó la partida por la mano). Nunca fue un demócrata al uso, no pretendió en ningún momento instaurar un sistema liberal representativo. Al contrario, intentó mejorar el ineficaz sistema soviético corrigiendo sus fallos, rellenando sus cada vez más enormes grietas. Como en El Gatopardo de Lampedusa, el objetivo era cambiarlo todo para que nada cambiara, preservar los privilegios de la nomenklatura a la que siempre perteneció. 

Posiblemente no fuera un buen político, carecía de algunos de los atributos que se le suponen a quien dirige una autocracia: sangre fría, insensibilidad para tomar determinadas decisiones, mano dura. Era una buena persona, incapaz de reprimir a su población o a la de los Estados bajo su órbita. Hoy en día es tan difícil encontrar en Rusia a quien lo defienda como posiblemente lo será en el futuro, cuando Putin y su pesadilla caigan, encontrar quien añore este imperialismo invasor que los llevará a la ruina. Todo llegará, pero es demasiado pronto aún. Mientras tanto, descanse en paz.