¿Hasta cuándo el desencanto?
El Congreso hoy no es la representación de la voluntad de un pueblo que intenta como puede salir de esta crisis sino más bien un lamentable mercado en el que todo vale.
Cuando al fin cesaron los murmullos y se hizo el silencio en el templo de Júpiter Estator, el Senado Romano se dispuso a escuchar al gran Marco Tulio Cicerón que comenzó su discurso con una pregunta que ya está en la Historia: “¿Quousque tándem abutare, Catilina, patienta nostra?” La ventaja de Cicerón es que era senador y tenía la oportunidad de decir lo que quisiera y ser escuchado. La desventaja de la mayoría de los españoles es que, pese a esto que llamamos democracia, lo del voto cada cuatro años no conduce a casi nada. Sé que afirmar semejante cosa provoca suspicacias. Luego lo intentaré justificarlo.
Nosotros, los que no somos “ellos”, los que vivimos cada día nuestra diminuta cotidianeidad y contemplamos atónitos los informativos de las televisiones, las tertulias de las radios o las columnas de la prensa escrita y digital, nosotros que vamos a los hiper a hacer la compra y vemos cómo están los precios, que las hipotecas andan por las nubes y es desesperante pedir una cita en la Seguridad Social, nosotros, digo, estaríamos encantados de subirnos a la tribuna de oradores del Congreso y repetir a sus señoría lo que Cicerón preguntaba a Catilina: ¿hasta cuándo, políticos de todos los colores, abusaréis de nuestra paciencia? ¿Hasta cuándo seguiréis pensando más en el poder que en el país? ¿Cuánto tiempo puede vivir una sociedad sumida cada vez más en el desengaño, el descontento y la precariedad?
Hablo de nosotros, de los que no somos hooligans de ningún partido aunque tengamos una ideología más o menos cercana pero que nos negamos a participar en ese desmesurado culto al líder que ahora se está dando con una virulencia espectacular -y lo malo es que el líder se lo cree-, los que con buena fe creíamos en el diálogo de verdad y no la caricatura en la que se ha convertido esta palabra, los que un día quisimos pensar que la cosa púbica estaba por encima de los intereses partidistas y personales… ¿qué nos queda a nosotros? ¿Acercarnos a nuestro colegio electoral cada cuatro años -o cuando el jefe de turno decida que le conviene más- y depositar la confianza en unas siglas sin ni siquiera poder tachar o añadir nombres en el caso del Congreso? (No hablo del Senado porque lleva decenas de años siendo la institución más inútil del país sin que nadie haya explicado de verdad para qué diablos sirve porque tal vez no sirve realmente para nada).
Y ahí empiezan los problemas a los que me refería antes: ¿por qué nos engañan todos? ¿por qué prometen y aventuran cosas que no van a cumplir? No voy a hacer una radiografía de lo que Sánchez dijo y luego hizo porque es ya un tema muy manido. Tampoco voy a hablar de este nuevo Partido Popular poque es un laberinto de indecisiones que en la última semana de campaña, la del “verano azul”, es posible que perdiera la posibilidad de no ser ahora el candidato inútil que no va a conseguir la investidura. Pero no sólo no se aclaran ni unos ni otros, sino que se contradicen según convenga sin el menor recato y, lo más terrible: a la mentira ahora, al engaño, se le llama “cambio de posición”
Así las cosas ¿para qué sirve votar el programa de un partido que luego va a hacer lo contrario de lo prometido? ¿Era esta la democracia que vivimos ilusionadamente en la transición? Creo que no porque -sin ninguna nostalgia- si aún aceptamos la sentencia de ChurchilL de que es el menos malo de los sistemas políticos, habrá que aceptar también cuando aseguraba el líder británico que la democracia es la necesidad de inclinarse de cuando en cuando ante la opinión de los demás o que el problema es que los hombres quieren ser importantes y no útiles. Y ese creo es el dilema de España hoy, que los que tendrían que arreglar los problemas se han convertido en el problema mismo porque una cosa es inclinarse ante la opinión ajena y otra muy distinta arrodillarse o venderse.
El Congreso hoy no es la representación de la voluntad de un pueblo que intenta como puede salir de esta crisis sino más bien un lamentable mercado en el que todo vale: se prestan diputados, se cambian “síes” o “noes” como cromos repetidos según convenga y se compra el poder incluso vendiendo principios ideológicos. Y así no vamos a ninguna parte y nosotros, la inmensa mayoría de nosotros, los que no somos “ellos”, solo nos seguiremos preguntando hasta cuándo aguantará el desencanto de tantos ante el abuso de unos pocos. Votar a un partido es hoy una obligación moral porque, pese a todo, poder ejercer ese derecho es infinitamente mejor que lo contrario. Pero cada vez es más evidente aquella cínica sentencia de Tierno Galván: “Las promesas electorales están para no cumplirse”. Llegar así al poder o mantenerse en él, carece absolutamente de grandeza.