La cripta
Estando sola una mañana -los turistas escaseaban esos días previos a las fiestas- subí al altar tras iniciarse el ruido y me acerqué a la puerta de acceso a la cripta.
La primera vez que lo oí pensé que se trataba de algún animal, quizá una rata arañando con sus garras la cámara de aire tras la pared o un topo excavando su madriguera bajo el suelo. No le di mayor importancia. Apagué la luz, cerré y me marché. El verano se consumía lentamente. Septiembre aún marcaba temperaturas extremas y atardecía con presentimiento de tormenta. Al día siguiente, el ruido, como un rascado grave y rítmico, se oía más claro, mucho más intenso, cerca de la escalera que baja a la cripta. No era un sonido continuo, aparecía y desaparecía sin motivo aparente. Al transcurrir la tarde ascendía con monótona insistencia por el hueco del tabernáculo que conecta la cripta con el altar, a modo de chimenea, y se amplificaba por la nave principal. Enseguida me di cuenta de que cesaba cuando entraba a la iglesia algún turista o llegaba el grupo de señoras mayores que celebraba la novena de la Virgen de la Antigua desde su traslado hacía unos días.
Estando sola una mañana -los turistas escaseaban esos días previos a las fiestas- subí al altar tras iniciarse el ruido y me acerqué a la puerta de acceso a la cripta. Apenas comencé a bajar por la escalera revestida de mármol reparé en que además del limado se oían susurros, unas voces imposibles de descifrar. No llevaría ni tres escalones cuando el sonido cesó de repente, tanto que pude oír con claridad mi respiración y los acelerados latidos de mi corazón. Pese a ello, bajé y me puse en el centro, observando los féretros de piedra rojiza, algunos rotos, alineados en cuatro filas desde el suelo hasta el techo en una arquitectura circular en la que por primera vez me sentí incómoda. Regresé aturdida a mi puesto, el mostrador junto a la puerta de la entrada al templo, y nada más sentarme volvió el insistente rasrás acompañado de un chillido que tenía más de lamento que de alarido, erizando definitivamente mis cabellos.
Ayer entró una familia a última hora. Como siempre, les di una explicación sobre la iglesia y el fuerte de San Francisco, los dragones en las nervaduras de la bóveda, la cripta de los Mendoza… Bajaron a ver las tumbas, cuya visita se hacía a solas, y al rato llegaron las voces. Me puse nerviosa y me acerqué atenta a que salieran cuando una mezcla de gritos y rugidos resonó por toda la iglesia. Un escalofrío me paralizó. Me apresuré, asustada, y estando cerca, de pronto, se hizo el silencio. Un sepulcral silencio. Me asomé despacio a la escalera y grité. “¿Están bien?”. “¡Oigan!”. “¿Están ahí?”. Por respuesta, el rascado comenzó de nuevo. Se apagó la luz. Corrí hasta la puerta, sonreí y cerré.