La España goyesca
Repasar la vida y obra de Goya es como revivir nuestros actuales fantasmas, sin que el tiempo cure ni el futuro ponga remedio.
En este invierno gris en el que los periódicos vuelven a hablar de una guerra en Europa, del cambio climático, de reflujos sangrientos de nuestras úlceras del pasado, del independentismo sempiterno que amedrenta un futuro de concordia, de las consecuencias de la pandemia o de los posibles nuevos conflictos internacionales, paseaba hace días por la majestuosa Plaza de las Cortes. Aquí, donde se cuece el cotarro entre Palacios convertidos en grandes hoteles, donde los leones fundidos por iniciativa del general Prim buscan la complicidad de un Miguel de Cervantes absorto, donde Madrid se viste de blanco y gala a pesar de los pesares, como en las buenas familias, recordé el original carrillón que asoma, a determinadas horas, por el balcón principal del edificio Plus Ultra (antes Groupama), una nota centroeuropea en la ciudad más castiza. Aparecen, bajo el diseño de Antonio Mingote, personajes de nuestra Historia: Carlos III, la Duquesa de Alba, el diestro Pedro Romero, la famosa chulapa “La Manola” y Francisco de Goya al son de las campanadas del singular carrillón, ante asombro de los viandantes que, en su mayoría, desconocen su existencia.
La presencia del genial pintor de Fuendetodos no es caprichosa, como si el diseñador hubiera pretendido dejar constancia inmóvil de nuestro pasado de vértigo. Esta España, efectivamente, parece inmóvil y anclada en nuestras cadenas más pesadas. Repasar la vida y obra de Goya es como revivir nuestros actuales fantasmas, sin que el tiempo cure ni el futuro ponga remedio.
Figura de Goya diseñada por Mingote.
El lector se acordará de forma repentina de obras del pintor aragonés, como la del “Duelo a garrotazos”, espejo de esas dos Españas inacabables, pero si seguimos abundando veremos que su trayectoria vital y su producción se jalonan como diapositivas, sucediéndose cronológicamente y anticipando lo que casi dos siglos después de su muerte parece inane desde entonces.
Desde sus inicios con temas religiosos, su periodo de formación en Italia y Madrid, sus estampas cotidianas, testimonios cinegéticos, sus retratos reales, la tauromaquia y la guerra. Otra vez la guerra, los fusilados del 2 de mayo como sello indeleble de nuestras tragedias. Sus demonios en pesadillas alocadas, el recurso de la mitología para constatar el canibalismo humano, las amantes, vestidas o desnudas. Sueños tenebristas generadas de una España convulsa.
No es el espacio para detallar su prodigiosa técnica, su especial sensibilidad, la originalidad de sus argumentos, hombre adelantado a su tiempo inspirando a generaciones futuras, el hecho indiscutible de su genialidad.
Es la referencia de nuestro pasado que parece inalterable. Aunque falleció en Burdeos, sus restos se inhumaron varias veces, otra premonición, hasta terminar en la ermita de San Antonio de la Florida, en Madrid. Como si Francisco de Goya y Lucientes se hubiera levantado desde su tumba para volver a pintar, sobre lienzos inocentes, los temas troquelados por óleos envejecidos.