La flamenca y la cremonesa que pintan


Recordamos hoy las figuras de Lavinia Fontana y Sofonisba Anguissola, dos pintoras renacentistas que dejaron parte de su obra en Guadalajara.

Aunque cueste creerlo, el 2020 ha tenido algunas cosas buenas, entre ellas la exposición que el Prado dedicó a Lavinia Fontana y Sofonisba Anguissola, dos pintoras renacentistas que además de representar muchas de las características de la dama virtuosa que entonces se estilaba, alcanzaron popularidad y reconocimiento profesional, si bien el paso del tiempo tendió sobre ellas un velo de desmemoria que ahora parece levantarse.

Las bodas de Felipe II e Isabel de Valois se celebraron por todo lo alto en el majestuoso palacio del Infantado, acontecimiento para el que el duque y el concejo realizaron grandes dispendios. Por lo que contó el embajador italiano Girolamo Negri, debió destacar la vivacidad de «la cremonesa que pinta», como así describió a Sofonisba Anguissola, que tenía tal donaire para la danza que se echó un baile con el mismísimo rey. Además, esta referencia se ha convertido, nada menos, que en el primer documento conservado de la llegada de la pintora a nuestro país.

Anguissola vino a Guadalajara a finales de noviembre de 1559, precedida de gran fama como retratista, para incorporarse a la corte de la joven reina Isabel. Con ella permanecerá hasta la prematura muerte de esta en 1568, asistiéndola y también impartiéndole lecciones de dibujo y pintura, de cuyos resultados la soberana se encontraba especialmente orgullosa según las cartas que enviaba a su madre, Catalina de Médicis. 

 

El ser dama de corte concedía una consideración social y económica privilegiada, que en el caso de Sofonisba se veía apuntalada por la complicidad que mantenía con su señora. Pero no por ello la italiana renunció al talento que llevaba desarrollando desde niña, de modo que durante los catorce años que reside aquí pinta retratos tanto de la familia real como de miembros de la corte, incluso colabora en alguna ocasión con Alonso Sánchez Coello, al que hasta hace bien poco se le han atribuido retratos de Anguissola (su posición en la corte no de pintora sino de dama, por lo que no firmaba sus obras).

Su gran personalidad queda reflejada en el Autorretrato ante el caballete. Las mujeres tenían limitadas sus posibilidades pictóricas, reduciéndose por lo general a las miniaturas, bodegones y retratos, considerado un género menor; sin embargo, la cremonesa se reafirma como pintora introduciendo en este autorretrato una pintura religiosa, la virgen María con el niño Jesús. No obstante, no fue la primera mujer renacentista en realizar un autorretrato representándose a sí misma pintando. Seis años antes lo hizo Caterina van Hemessen, cuya obra, como pueden apreciar en la fotografía, incuestionablemente influye en la composición del cuadro.

La flamenca Caterina, amberina para más señas, formaba parte de la corte de la reina María de Hungría, siendo su principal misión instruir al resto de damas en las artes, además de la realización de retratos. Cuando a finales de 1555 Carlos V se retira, María deja la gobernación de los Países Bajos para estar cerca de su hermano, de manera que el séquito cortesano, del que también formaba parte su marido, se traslada a España.

Los tres años en los que Caterina se halla en nuestro país -hasta el fallecimiento de doña María en 1558, año en el que además entra en su corte mi admirada Luisa de Sigea-, son sumamente interesantes. Iñigo López de Mendoza, conde de Tendilla, había realizado un importante encargo para el convento de Santa Ana en Tendilla al prestigioso Jan Sanders van Hemessen, padre y maestro de nuestra protagonista, cuyas obras ya formaban parte de los suntuosos intercambios comerciales con la Península Ibérica, tal y como ocurría con la cochinilla de las Indias, una sustancia muy apreciada para la boyante industria textil flamenca. Sin embargo, el fallecimiento del pintor lo deja inconcluso por lo que la llegada de su hija a Guadalajara resultará providencial para finalizar la obra, que hoy podemos admirar en el Museo de Cincinnati.  

El nombramiento de Leonor de Austria como señora de Guadalajara por parte de su sobrino, Felipe II, causó gran indignación en el IV duque, quien se marchó al antiguo palacio del cardenal Mendoza para que en el Infantado se instalaran doña Leonor y su hermana doña María de Hungría, aunque la estancia de esta última no sería larga en la ciudad. Llegado este punto es inevitable pensar en las sorprendentes coincidencias entre Caterina y Sofonisba, desde el autorretrato hasta las cortes de la familia imperial, pasando por los suelos palaciegos del Infantado que una y otra pisaron con tan solo dos años de por medio. 

Pero el paso por La Alcarria de la culta María de Hungría no se detiene aquí. Esta mujer bibliógrafa, como, por cierto, también lo fue el duque agraviado, Íñigo López de Mendoza y Pimentel, pensó en levantar su propia casa a la vera del Tajo, en los alrededores de Zorita de los Canes, donde bien podría haber instalado su magnífica biblioteca… pero esa ya es otra historia que, quién sabe, tal vez un día vindiquemos desde esta columna.