La guerra de Madrid
El insulto ha tenido desde siempre muy mal cartel como razonamiento intelectual.
Se quiera o no, casi todo lo que pasa en Madrid termina llegando hasta el páramo demográfico de nuestra Serranía Celtibérica. No iba a ser menos la guerra electoral (?) que se libra desde hace días en la capital y se desparrama por España con algunos políticos que parecen restos olvidados de los plagas de Egipto, con insultos y descalificaciones desesperadas.
El insulto ha tenido desde siempre muy mal cartel como razonamiento intelectual. Se ha escrito que son “una mezcla de rabia y falta de argumentos”. Garcilaso de la Vega dijo que “quien insulta pone de manifiesto que carece de argumentos”. “El insulto es la razón del que razón no tiene”, sentenció nuestro genial Quevedo. Y Rouseau remató: “Las injurias son los argumentos de quienes no tienen razón”.
El escritor y ministro de la II República, Salvador de Madariaga, me lo dijo muy claro al regreso del exilio al preguntarle por sus ideas políticas: “El izquierdista es un tuerto del ojo derecho; el derechista lo es del izquierdo. Yo realizo un trabajo intelectual y mis dos ojos ven bien”. No le di la debida importancia, quizá por mi juventud en una flamante democracia, en la que solo los etarras cerraban un ojo para atinar mejor o algún senador ‘preindepe´ tipo mosén Xirinacs, cuando su compañero Cela soltó un sonora ventosidad.
Hubo un tiempo en que se admiraba a los mejores. Habíamos dejado de tomarnos en serio las dos Españas machadianas. Nos parecían viejunas, marginales, ridículas e insignificantes. Pero han vuelto como una pandemia tan feroz como el Covid-19. Otra vez nos piden, desde sus bobas trincheras, que tomemos partido.
Si no escoges ninguna, las dos te situarán en el bando contrario. Para ambas serás un adversario desleal. Son muy parecidas en su mediocridad, sectarismo y cansina inmortalidad.
Mientras se batalla en la capital, “los pueblos se están descanguillando, desaparecen sucursales bancarias, y hemos tenido días de irnos escondiendo como los ladrones para ir al huerto”, advierte Antonio, único habitante censado en su pueblo. Como ocurre, según datos oficiales, en otros 1.800 llamados núcleos rurales, pedanías o parroquias.