La no Semana Santa

07/04/2020 - 13:48 Jesús de Andrés

En este contexto comienza la Semana Santa más sorprendente, más inverosímil e insólita que hemos vivido nunca. 

Por mucho que lo pretendamos, nuestra individualidad está llena de límites. No es sólo que Aristóteles ya apuntara que somos animales sociales, es que lo somos. Una crisis como la generada por el coronavirus nos ha puesto frente al espejo. Uno a uno no somos nada, sólo somos por formar parte de una sociedad. Detrás de cada una de nuestras tradiciones, de nuestras costumbres, subyacen las formas de organización social de las que nos hemos dotado a lo largo del tiempo. En este contexto, comienza la semana santa más sorprendente, más inverosímil e insólita que hemos vivido nunca. Desde que tomara su actual forma, allá por Trento, la semana santa ha sido un ámbito de abstracción del sentido religioso popular en una ritualidad social, pública y festiva. Frente a una ortodoxia y unas creencias cada vez menos compartidas (el cielo, el infierno, el purgatorio, los limbos, la inmortalidad, la resurrección de los muertos, el diablo, el pecado original, la inmaculada concepción, la santísima trinidad, etcétera, etcétera), los rituales de semana santa ofrecen una suerte de politeísmo no competitivo y una fe de bajo perfil, reducida a una vaga superstición y, sobre todo, a unos ritos colectivos, a unas formas de participación en la calle, donde lo popular prima sobre lo dogmático.

Las procesiones de semana santa -hasta que llegó la moda imitadora que pretende homogeneizar todo, incluso tradiciones sin tradición alguna- tuvieron especial éxito allí donde la manifestación social de la fe en la calle era vital para la supervivencia, allí donde los conversos moriscos y judíos tenían que demostrar socialmente sus creencias para salvar su vida. Es la semana santa de Sevilla, de Málaga, de Granada, de toda Andalucía, donde tan importante era exhibir que no quedaba rastro de islamismo; lo es la semana santa de Valladolid, donde la sospecha reformista (tan brillantemente relatada por Delibes en El Hereje) era una amenaza de vida. Hoy, por mimetismo, pero también por sentido de pertenencia, no hay ciudad que no tenga sus hermandades, cofradías, sus pasos y sus capillitas, último reducto del prestigio social que otorga la comunidad y no los méritos individuales.

La semana santa, a caballo entre la tradición, el atractivo turístico y el sentido de pertenencia a la comunidad, se enfrenta a las calles vacías, al confinamiento, al eclipse de las procesiones, de los ritos, de las liturgias compartidas. Sin su carácter social, sin ocupar el espacio urbano, sin inundar las calles, la semana santa no es nada. Reducida a una emisión en internet o en la televisión local, se transforma en anécdota, por mucho que insistan sus propagandistas. La religiosidad popular es comunitaria; recluidos en casa, pierde su sentido y su fuerza. La necesidad de comunidad se ve amputada: otros dioses calmarán nuestra alma colectiva.