Serenidad
Vuelvo a escuchar, con atención, el discurso de Felipe VI. Las nueve de la noche, en nochebuena, no es la mejor hora para atender en detalle.
Más allá de las esperadas referencias a los fallecidos en Valencia, el rey hizo lo que se espera de él: advertir y aconsejar a los actores políticos, señalar el camino, ponerlos frente al espejo. Les pide calma, que atiendan la “demanda clamorosa de serenidad”. Describe la realidad política como una “contienda política atronadora” y hace un llamamiento a “no permitir que la discordia se convierta en un constante ruido de fondo”, apelando a la responsabilidad para que se priorice el bien común, para que el consenso oriente la esfera de lo público.
Pues bien, no han pasado dos días y, entre los que se quedan mirando el dedo de la monarquía y los que lo debieron escuchar como quien oye llover, de poco ha servido. Los dos principales partidos celebran su discurso para, unas horas después, volver al y tú más, a señalar al otro. Siguen sin entender que ni gobernar consiste en aferrarse al poder justificando cualquier medio ni hacer oposición en asaltarlo por vías no electorales. Ni el fiscal general, del que nadie comprende -ni los suyos- que, pillado como ha sido con el carrito del helado, no haya dimitido aún, puede utilizar torticeramente la información judicial de la que dispone, ni Feijóo debe seguir insistiendo en la ilegitimidad del Gobierno por más que le faltara y le falte un puñado de votos. La serenidad es una actitud de equilibrio ante una situación difícil, es la calma ante la adversidad. Qué necesitados estamos de ella.
Un día después, Navidad, veo que es tendencia “Felpudo VI”. Pincho con desaliento, esperando encontrarme a la extrema izquierda berreando y, para mi sorpresa, es un coro común de voxistas y extrema derecha en general quienes reprochan al monarca su defensa de la Unión Europea y de la Agenda 2030. Negacionistas, antieuropeístas y prorrusos. Lo mejor de cada casa. Por si fuera poco, dice Ione Belarra estar deseando que el discurso de Navidad lo dé de una vez una presidenta de la República. Se debe pensar que, de elegirse en las urnas la jefatura del Estado, iban a ser ella o Irene Montero las elegidas. Pobre. Habría que ver qué diría si la futura presidenta fuera, por ejemplo, Esperanza Aguirre o Margarita Robles, cualquiera de las dos con muchas más posibilidades que las podemitas citadas. O si lo fueran Aznar, crisol de todas sus fobias, o Felipe González, arquetipo de renegado a sus ojos cegarras; y, además, tíos. Qué pereza.