La primera en volar


Si Irene Aguilera Cappa hubiera nacido más tarde, posiblemente, hubiera desplegado una vida más allá de la sombra de su marido. No fue así por mandatos de género.

Pocas metáforas se han encontrado para la libertad más bellas que el vuelo de un pájaro. Volar para sobreponerse a las dificultades, volar para tomar perspectiva, volar para romper las cadenas, volar para construir otro mundo…

Y así sucedió con Irene Aguilera Cappa. Tuvo que volar para afrontar trances que en su juventud ni siquiera podía imaginar, pero también voló en sentido literal, de hecho, casi seguro que fue la primera española en hacerlo.

En 1911, montó con su marido en un biplano «Farman», avión de fabricación francesa que sirvió para el aprendizaje de la primera promoción de pilotos militares, los cuales se formaron con instructores del país vecino en Cuatro Vientos.

De dicha promoción formaron parte algunos de los pioneros de la aeronáutica de España, como Arrillaga, Kindelán, Ortiz y Echagüe, Barrón y, como se decía en la prensa alcarreña de entonces, el «intrépido aerostero» Emilio Herrera Linares.

Este último fue el que contrajo matrimonio con Irene Aguilera en 1909 en nuestra ciudad. Ella había nacido en Guadalajara en 1885 en el seno de una familia acomodada. Su madre se llamaba María Cappa Gerard y su padre, Ricardo Aguilera Paz, era ingeniero de caminos, nombrado jefe de Obras Públicas en la provincia, aunque ambos eran naturales de Málaga.

Irene Aguilera Capa y Emilio Herrera Linares en un biplano 'Farma' en 1911. Foto: Biblioteca de la Universidad Politécnica de Madrid. 

Parece ser que de pequeña era traviesa y revoltosa, o al menos esa es la remembranza que dejó en el colegio madrileño donde estudió e, igualmente, en la memoria de Emilio Herrera, que también debía hacer de las suyas por las calles de la ciudad en sus años mozos.

Según contó él mismo, coincidieron en el ya desaparecido Teatro Principal y allí reconoció a «una muchacha que no era otra que la “ternerillo”, la niña que nos divertía con sus canciones y diabluras cuando era novato en la Academia», en referencia a la Academia de Ingenieros Militares. 

En cuanto a él, tuvo que vencer muchos obstáculos para luchar contra «la influencia y los consejos que llegaban a la familia de mi preferida», hasta el punto de que algunas madres de otras muchachas dijeron a sus futuros suegros que preferían «verlas muertas antes que casadas conmigo».

El caso es que se casaron y al poco tuvieron a su primer vástago, el poeta de la generación del 27 Emilio Herrera Petere, Premio Nacional de Literatura en 1938. El segundo hijo, que se llamaba igual que el padre −apodado cariñosamente Pikiki por su madre− fue aviador en la República y perdió la vida participando en la batalla de Belchite.

Emilio Herrera Linares fue ante todo un hombre íntegro, el caballero gentilhombre de la República como fue conocido, aunque su figura apenas hoy se recuerde. De ideología liberal y profundamente católico, el ser leal a la causa democrática le valió un exilio que él creía provisional pero que se convirtió en definitivo, falleciendo en Ginebra en 1967, dos años antes de que un ser humano pisara la Luna.

Este dato no es baladí como veremos más adelante. En la década de los años treinta del siglo pasado, Herrera Linares se había convertido en uno de los científicos aeronáuticos más respetados a nivel internacional, prestigio que mantuvo toda su vida a pesar de la invisibilización del régimen franquista en favor de otras figuras como Juan de la Cierva.

Sus éxitos fueron tantos que solo seleccionaremos tres: ideó y lideró el Laboratorio Areodinámico de Cuatro Vientos, que estuvo a la vanguardia mundial, e impulsó la creación de la primera Escuela Superior Aerotécnica para la formación de ingenieros y técnicos aeronáuticos, la cual dirigió hasta su marcha de España.

Falta el tercer logro destacado, consistente en el diseño de una singular escafandra presurizada para ascender en vuelo estratosférico. Un proyecto que se vio truncado en 1936 por la contienda, si bien sirvió de inspiración a la NASA para su primer traje espacial. 

Un reconocimiento a quien llegara a ser presidente del VI Gobierno de la República en el exilio vino de la mano del mismísimo Neil Armstrong, comandante del Apolo 11, al entregar a uno de los discípulos de Herrera una piedra selenita en homenaje a toda aquella vida marcada por la investigación y la ética. Dicha roca lunar estuvo expuesta en el Museo del Aire de Cuatro Vientos, pero desapareció misteriosamente en 2004.

Si Irene Aguilera Cappa hubiera nacido más tarde, posiblemente hubiera desplegado una vida más allá de la sombra de su marido. No fue así; los mandatos de género hicieron que ella fuera esa gran mujer detrás de un gran hombre, pero no por ello su historia queda invalidada. 

Son muchas las mujeres que como ella, desde esos espacios aparentemente secundarios, también han hecho posible que la sociedad avance. Hoy en día no aceptamos estar un paso atrás; queremos compartir con los hombres ese clamor feminista de «la mitad del cielo, la mitad de la tierra y la mitad del poder». Como ya hiciera Irene Aguilera Cappa, queremos volar, pero esta vez dirigir nosotras el vuelo.