Las abuelas


La verdad es  que las historias de las abuelas pueden llegar a ser sorprendentes. A veces su figura se ha confundido con los fogones y la abnegación, sin que ellas mismas dieran relevancia a una trayectoria vital mucho más interesante. (Dedicado a mi abuela Paca que el sábado cumplió 100 años).

Este sábado mi abuela Paca  ha cumplido cien años de andadura por este mundo y, aunque la longevidad ya no es una situación extraordinaria, sin duda se trata de una fecha muy especial. Sabiendo que lo mismo que no hay dos personas iguales, tampoco hay dos abuelas iguales, permítanme que el aniversario de Paca sirva para rendir homenaje a esa espléndida condición familiar de ser abuela.

En esta columna, en la que habitualmente hablamos de la importancia de recomponer la genealogía feminista para, a su vez, recuperar la memoria de la historia de las mujeres, procede aludir a nuestras referentes más próximas; si nos preguntaran por ellas, es posible que, además de «mujeres ilustres», salieran a la luz los nombres de las madres de nuestras madres.

Y es que formamos parte de linajes familiares a través de los cuales se transmiten valores, creencias, estereotipos, sesgos… correspondiendo a cada generación decidir con qué de eso quedarse y de qué desprenderse. En todo ello, la impronta de las abuelas está presente, incluso su ausencia física o moral nos marca a través de la huella dejada en nuestras madres y padres.

Si pensamos en las mujeres nacidas en los años veinte y treinta del siglo pasado, con rapidez nos viene a la mente el drama de la guerra civil y la dureza de la postguerra, por no mencionar el retroceso que la dictadura franquista supuso respecto de los derechos de las féminas. En el lado opuesto, vale la pena evocar la esperanza que trajo la restitución de la democracia en 1978 y en cómo gracias a esta vivieron la última etapa de su vida con alegría y dignidad.

La centenaria Francisca Budia Gilolmo. 

Un siglo de vida abarca numerosos acontecimientos históricos que debieran ser tenidos en cuenta. Por ejemplo, el año que nació mi abuela se fundó la Sociedad Española de Abolicionismo [de la prostitución] en cuya primera junta directiva se congregaron mujeres de la talla de Clara Campoamor y hombres como el cifontino José Serrano Batanero (véase Serrano Batanero, un alcarreño abolicionista, publicado el 12 de marzo de 2021). Unos años más tarde, en plena dictadura de Primo de Rivera, se fundó el mítico Lyceum Club, tribuna desde la que muchas mujeres alzaron su voz en pro de la igualdad. Más adelante, tras la proclamación de la Segunda República, se aprobó la Constitución de 1931 que tantas oportunidades generó para las mujeres, tradicionalmente relegadas a la subordinación masculina y a la domesticidad. Y ya en 1933, las españolas, por fin, fueron llamadas a las urnas.

    Por desgracia, gran parte de los logros conseguidos parecían ecos lejanos en la España rural de esa época, donde imperaba el analfabetismo y, en muchos casos, la cultura caciquil. La mayoría de nuestras abuelas no fueron conscientes hasta décadas después de que había congéneres transformando la sociedad; de hecho, sin saberlo, ellas también estaban contribuyendo al cambio.

Cientos de muchachas abandonaron sus lares para trasladarse a ciudades como Madrid y otros sitios con el fin de encontrar empleo hasta el matrimonio, sobre todo en el servicio doméstico. Algunas se quedaron a vivir en la capital y otras regresaron a sus pueblos, llevando consigo nuevas modas y maneras más modernas. Confieso que siempre me ha llamado la atención que en aquel país asolado por la guerra hubiera tal número de familias con capacidad para mantener servicio, escenario sustentado con frecuencia en la explotación laboral y el clasismo. 

Ciertamente esas jóvenes crearon lo que en la actualidad denominamos «proyecto migratorio» y, al igual que tantas mujeres migrantes de hoy en día, dejaron atrás sus familias y lugares para ocuparse del cuidado de casas y seres ajenos (un trabajo desvalorizado ahora como antes), ganándose con esfuerzo un jornal que remitían a los padres para que estos vivieran un poco mejor.

La verdad es que las historias de las abuelas pueden llegar a ser sorprendentes. A veces su figura se ha confundido con los fogones y la abnegación, sin que ellas mismas dieran relevancia a una trayectoria vital mucho más interesante de lo que habían considerado. Solemos identificarlas con el cuidado y el cariño incondicional, pero afortunadamente son más que la identidad construida a partir de la entrega a los demás, aunque para descubrirlo haya que investigar un poco.

Me parece justo ir terminando con un reconocimiento a todas esas personas, fundamentalmente mujeres, que miman a nuestras abuelas y abuelos en sus domicilios o en las residencias de mayores. Qué importante es atender la vida, hacer que los años finales de nuestros seres queridos discurran con la decencia de la que no debe sustraerse una sociedad avanzada.

Les invito, si es que no lo hacen ya, a rescatar momentos inolvidables con sus abuelas. En mi caso, me asaltan recuerdos por docenas que quisiera guardar en un frasco para tenerlos siempre cerca, más sabiendo que el tiempo con ella se agota a cada instante. Y eso que mi abuela, como las de ustedes, también tenía sus cosas desquiciantes; pero esas ya dan igual. Es tanto lo que han aportado a nuestras vidas que sus defectillos palidecen en comparación. Felicidades, abuelita. Gracias a todas las abuelas del mundo.