María Antonia Velasco

05/11/2017 - 13:03 Javier Sanz

Toya Velasco lleva unos años y unos libros -y también unas columnas- que es donde se coge forma y fondo.

Sucedió en un pueblo, como no, en el centro cultural municipal “El Torreón”, un sábado de otoño, el pasado por ejemplo, durante la presentación de un libro de poesía que le habían premiado en Majadahonda, cabecera del río Gürtel. Le birló el copyright a Pitita Ridruejo cuando declaró públicamente que a los ocho años se le apareció la Virgen en el balcón de su casa. Tal cual, sin haber consumido hongo alucinógeno alguno por error en temporada de setas. Su hermana Marta, escritora del mismo hierro, se santiguaba por soleares una fila por delante de mí. La tarde se había metido en confidencias porque el otoño lo pide con el estrépito de cada hoja que se descose de los árboles de la Alameda, el parque una manzana por debajo del balcón desde entonces sacro.
    El premio era el “Blas de Otero”, el poeta al que fue a presentar Umbral a su tierra en un recital. Tras media hora de silencio solo se le ocurrió decir al de Bilbao: “Pasa un avión/el muy cabrón/a reacción”. Eso fue todo. Tuvieron que huir. El de Toya es un libro, por fuera, de medida justa –supongo que conforme a las bases-, limpio y bien tirado, con una contra de colores bien agradables, como de pañuelo de cabeza chic de chica en vespa. Por dentro nos lo sirvieron por colleras dos amigos que se había traído de Madrid con pinta de actores de radio y voz de poeta, él y ella, José Luis Morales y Soledad Serrano. Lo trincharon, desecharon las alas y se metieron en los higadillos haciendo paté del caro, sirvieron los muslos y al final, lo pasaron en bandeja de plata Durán. La cabeza y un zapato se llama este libro que hay que leer antes de que llegue el invierno porque el invierno es para releer, principalmente.
    Toya Velasco, de la gauche divine, lleva unos años y unos libros, y también unas columnas -que es donde se coge forma y fondo- dependiendo de ella misma, con el hambre que proporciona esta insolencia. Te cita en un bar, tira de bloc y va anotando lo que ve, más que lo que le cuentas, hasta que la columna mide exactamente el alto del periódico. No se adorna mucho pero, como Neruda, entiende que hay que llegar al tronco negro del faraón. Ahí está el asunto. A las ocho de la tarde salíamos del Torreón, la casa donde vivió y bebió la gran Ascen, y en la que cuelga la memoria de Fray José de Sigüenza. Con ambos habría alternado a la vez, sacando lo mejor de cada cual y proponiéndoles un encuentro en la tercera fase, cuando toque. De momento a María Antonia no le aprieta la cabeza, ni el zapato, y Paco Marquina le tira fotos como un novio recluta. O sea, que disfruta provocando. Sin que se note.