Más sobre Galdós


José Esteban escribió ‘Guadalajara en la obra de Galdós’

Cien años sin Galdós. En la tarde del lunes 5 de enero de 1920, una silenciosa multitud, encabezada por las autoridades gubernamentales, acompañaba a los restos mortales de Benito Pérez Galdós, fallecido el día anterior, hasta el cementerio madrileño de la Almudena. Rendían homenaje de despedida a uno de los grandes escritores de las letras españolas, un hombre reservado y observador, brillante cronista de nuestro sangriento y estremecido siglo XIX. Un impagable y ubérrimo literato digno de las glorias de Cervantes y Quevedo.

 

 

Muchos ensayos se han escrito sobre el vagar de Pérez Galdós por las tierras de Guadalajara, a bordo de viejos y desencajados carruajes o en los vagones de tercera clase del ferrocarril, dispuesto a descubrir el sentir sencillo del alma de las gentes. Queremos destacar, de entre ellos, el gustoso libro Guadalajara en la obra de Galdós, publicado, hace ya treinta y cinco años, por el escritor seguntino José Esteban, siempre buen amigo y colega. En sus páginas, Esteban enumera con afán los diversos lugares de la provincia donde viven, gozan y sufren, o acaso mueren, muchas de las inmortales criaturas galdosianas: Sigüenza, Guadalajara, Hiendelaencina,Brihuega, Pastrana, Sacedón, Atienza, Molina, Anguita, Maranchón,Trijueque, Jadraque, Cogolludo, Cifuentes, Zorita…Una singular letanía de históricos y recios paisajes.

El periodismo y la literatura se anudan y entretejen en el agraciado escribir de Pérez Galdós. El afamado autor, a lo largo de su vida, llegó a publicar cerca de un millar de artículos, entre comentarios de actualidad, reseñas teatrales, crónicas parlamentarias y reportaje, además de dirigir algunos periódicos y revistas. Sus primeros trabajos son divulgados, al poco de llegar a Madrid, en el periódico La Nación, un diario de moderado sesgo progresista, donde refleja el brillo y la viveza de sus veintidós años, mientras observa el vivir bullicioso de la gran urbe.  

Pocos años después, en el mes de septiembre de 1868, Galdós conoce en Barcelona la sublevación de los generales Juan Prim y Francisco Serrano y del almirante Juan Bautista Topete, la llamada Revolución Gloriosa, que acaba con el reinado de Isabel II y su destierro en Francia. Con gran premura regresa a Madrid y contempla alborozado la entrada de Serrano, el 3 de octubre de ese año, arropado por una fervorosa muchedumbre, en medio de una gran ovación, calificada por el novelista de “estruendosa y delirante”.
En curioso contrapunto con los exuberantes detalles de sus novelas, Pérez Galdós se muestra cuidadoso en forjar un intencionado silencio sobre tan pasionales acontecimientos. Habrá que esperar casi medio siglo para que el renombrado escritor, ciego y enfermo, a punto de cumplir setenta y tres años, dicte a su secretario algunos recuerdos de aquellos agitados días, luego divulgados, en forma de artículos, en la revista sabatina La Esfera, el gran semanario ilustrado dirigido a lectores acomodados, pero no necesariamente eruditos.

 

 

En uno ellos, titulado Adelante, amigos, publicado el 25 de marzo de 1916, Galdós rememora una jubiloso sucedido ocurrido en Sigüenza durante un cálido mediodía del primer octubre revolucionario. Leamos: “A los pocos días de presenciar en la Puerta del Sol la entrada del general Serrano, vi la entrada del general Prim, el héroe popular de aquella revolución. El delirio de la multitud llegó al frenesí. Delante de Prim iba en un coche Tamberlick, (conocido tenor de la época) cantando el himno de Garibaldi. Desde el balcón del ministerio hablaron Prim y creo que Topete. El embravecido oleaje de la multitud creció de tal modo, que no pudimos entender lo que dijeron los caudillos de la Revolución”.  

“De Zaragoza —afirma Galdós— recibieron nuestros gloriosos generales una invitación para asistir a un certamen de artes e industrias que en aquella ciudad se celebraba. Prim no pudo ir, porque tenía que quedarse en Madrid al frente del gobierno. Fueron Serrano y Topete, y con ellos, y tras ellos, una caterva de políticos, literatos y periodistas. Entre éstos, varios amigos me colocaron a mí, que en aquellos días escribía en no sé qué semanario. El tren que conducía la variada muchedumbre de expedicionarios partió una mañana de octubre”. Los nuevos dirigentes políticos se dirigían a visitar la llamada Exposición Aragonesa, una importante muestra inaugurada antes de la revolución.

Galdós, ciertamente entusiasmado, sigue dando cuenta de tan gozoso viaje: “Si los magnates de la política y los literatos eminentes iban satisfechos, los chicos folicularios reventábamos de gozo. Sin detenerse pasaba el tren por las estaciones, y en la de Sigüenza ocurrió un gracioso caso. En el andén estaba el pueblo en masa con todas las autoridades, y entre ellas el obispo y una música que tocaba desaforadamente el Himno de Riego”.

 

 

Sabido es que, en aquellos inaugurales años de la existencia del ferrocarril, en Sigüenza, como en otros lugares, los vecinos y autoridades acudían a la estación a ver pasar a los reyes y gobernantes. En esta ocasión, la pluma de Galdós atestigua una inesperada y curiosa anécdota: “Serrano, que al paso del tren reconoció en el obispo a su amigo Benavides, mandó parar y retroceder. Escena tumultuosa y patética. Se abrazaron el general y el prelado, y el pueblo prorrumpió en aclamaciones frenética, mientras el chinchín de la música amalgamaba compases del Himno de Riego con la Marsellesa. Al fin seguimos nuestro camino; nos despedimos de aquel gentío agitando nuestras manos y vociferando como energúmenos. El obispo Benavides era un señor muy campechano. De la sede de Sigüenza pasó al Patriarcado de las Indias, luego fue arzobispo de Zaragoza y cardenal…”.

Tras este efusivo abrazo en Sigüenza, el general Serrano y el obispo Francisco de Paula Benavides, ambos Senadores del Reino nombrados por Isabel II, deambulan por caminos distintos. Benavides, un docto y piadoso prelado, poco diestro en el gobierno de una diócesis, pronto se manifiesta en contra de las decisiones del gobierno revolucionario, y más tarde asiste a las reuniones del Concilio Vaticano I. Al ser restaurada la monarquía en la persona de Alfonso XII, es promovido a Arcipreste de las Indias y, después, arzobispo de Zaragoza, llegando a conseguir la púrpura cardenalicia. Fallecerá en esta ciudad en 1895.

El general Francisco Serrano es designado Regente de España, y durante el brevísimo reinado de Amadeo de Saboya, alcanza la presidencia del gobierno. Tras un breve exilio en Francia, durante la I República, encabeza un gobierno de transición al comienzo de la restauración monárquica. Muere en Madrid, en el año 1885, a los setenta y cinco años de edad, y da nombre a una importante avenida madrileña, la calle de Serrano.  
Un general aristócrata, liberal y revolucionario, y un prelado elegante y atildado, quedan unidos eternamente en la historia por su emotivo encuentro en la estación de Sigüenza. Una original estampa en los albores de la Revolución Gloriosa, pulcramente documentada en el inigualable narrar de Pérez Galdós.