Menos fútbol y más torneos de caballeros


Y es que, en la Guadalajara de la Edad Media, a falta de fútbol, el deporte rey eran los duelos armados a caballo.

Vaya por delante que el que escribe es muy futbolero, y que no se pierde una cita del Deportivo Guadalajara en el Escartín desde hace mucho tiempo, pero creo que ya es el momento de reivindicar en nuestra provincia un deporte mucho más antiguo y autóctono que lamentablemente se perdió hace tiempo: los torneos de caballeros.

Y es que, en la Guadalajara de la Edad Media, a falta de fútbol, el deporte rey eran los duelos armados a caballo, donde los jóvenes, y concretamente los más pudientes, se batían unos contra otros con más o menos violencia. Para el pueblo llano aquello era un espectáculo: corceles majestuosos, armaduras brillantes, estandartes de colores…una excelente ocasión de salir de la rutina viendo cómo los más adinerados se daban golpes unos a otros con la excusa de ver quien era el más valiente, o el más diestro con la lanza.

La ocasión más habitual para ver estos combates tenía lugar durante los llamados “desfiles de alarde”. A saber, una vez al año, en muchas villas y ciudades de Castilla, aquellos que querían ser considerados como caballeros, y por tanto como parte de la nobleza, debían demostrar públicamente a todos los vecinos que cumplían con los requisitos mínimos: tener caballo de guerra y armas. Para ello se organizaba un desfile con todos los aspirantes delante del resto de la ciudad. A cambio de esto se les perdonaba, nada menos, que tener que pagar impuestos. Un buen negocio, pero con dos inconvenientes: el primero, que comprar caballo, espada, lanza, escudo, casco y armadura no estaba al alcance de cualquiera, y era una inversión equivalente a comprarse un Ferrari hoy en día. El segundo, que los caballeros debían acudir a la guerra cuando el rey les llamara, con todo lo que implicaba eso. 

Dos hombres y dos caballos luchand (Bestiario de Rochester, British Library).

Pero a pesar de estos inconvenientes que mencionamos, muchos de los potentados locales querían ser considerados caballeros para ahorrarse hacer la declaración de la renta en versión medieval, y eso no era del agrado del resto de contribuyentes, que veían que, a menos pagadores, tocaba una cuota mayor a cada uno. Por ello, y para evitar abusos, se instituyeron estos desfiles de alarde: si quieres ser considerado caballero, debes mostrar, desfilando delante de todos, armado hasta los dientes, que cumples con los requisitos. En Guadalajara ciudad, por ejemplo, estos desfiles se hacían en la calle La Carrera, frente a lo que hoy es el parque de la Concordia y que en aquel entonces no pasaba de ser unos pobres arrabales del municipio.

Los desfiles acababan, como no podía ser de otra forma, en vistosos torneos de caballeros, en los que los participantes se batían en duelo para deleite de los vecinos que, si bien debían aceptar que esos señores se libraban otro año de pagar impuestos, al menos recibían a cambio un buen espectáculo de golpes. Dicho esto, y para tranquilidad del lector, debemos añadir que estos torneos no eran a muerte, y que la documentación medieval de la ciudad no nos habla de desgracias personales que lamentar. En la Edad Media la gente era más civilizada de lo que pensamos.

Con el tiempo estos torneos de caballeros fueron evolucionando a formas más vistosas y civilizadas de combate, si se me permite esta expresión. La más vistosa eran los llamados juegos de cañas. Una especie de luchas simuladas en el que los caballeros, en vez de golpearse con armas de verdad, se lanzaban cañas, simulando que eran lanzas, a modo de armas de fogueo. Esta tradición llegó con los musulmanes, y los cristianos decidieron copiarla sin rubor y llevarla a su máximo esplendor. En estas lides los caballeros formaban por equipos, y simulaban batallas haciendo preciosas coreografías a caballo en las que lo importante era quedar lo más elegante posible frente al público. A los duques del Infantado les encantaba, y en cuanto tenían ocasión organizaban este tipo de eventos en la plaza a los pies de su palacio, en parte para divertirse ellos, y en parte para que se viera su poderío económico frente a los sencillos campesinos, a los que se invitaba a participar como público y a tomar algo a la salud del duque. Pan y circo, al estilo de los Mendoza.

Lucha entre caballeros (La Biblia del Cruzado).

Pero claro, los juegos de cañas, muy típicos del siglo XVI, no pasaban de ser una especie de coreografía en la que no tenía por qué ganar el caballero más fuerte. Mucho más auténticos eran los torneos de “bohordadores”, que eran competiciones en las que se colocaba un precario castillete hecho con tablas de madera, y los contendientes debían tirarlo abajo arrojando con fuerza una lanza. Para ello, el caballero debía salir al galope, y al llegar a cierta distancia del entramado de madera, lanzar su arma con toda la potencia posible. Aquel que tirara abajo la estructura era coronado como el caballero más diestro. Un juego que combinaba habilidad con el caballo, equilibrio, fuerza y puntería, y que se prestaba al pique entre linajes, como si de un Madrid-Atleti se tratara.

Pero a mí personalmente la competición que más me gusta era la que se hacía en el valle de Torija. Se trataba de una batalla de uno contra uno, en la que había un caballero que salía del castillo de Torija, y otro desde Taracena. Ambos debían encontrarse, por fuerza, en el valle que sube al magnífico castillo, pasado Valdenoches. El de Taracena era el que atacaba, y el de Torija el que defendía, y la lucha no acababa hasta que uno se rendía o el otro llegaba valle arriba hasta Torija, siguiendo lo que hoy es la autovía A-2. Los vecinos de la zona se colocaban para verlo en las laderas del valle, en las faldas del Pico del Águila y Peña Hueva, y hacían sus apuestas (en secreto, claro, porque los juegos de tahurería estaban prohibidos en Guadalajara). Ya se imaginará el lector cómo funcionaría esto: muchas damas debatirían sobre los atributos caballerescos de su favorito, mientras que muchos señores comentarían entre sí, bota de vino en mano, que ellos habrían luchado mucho mejor, si no fuera porque tenían el caballo averiado. Hay cosas que nunca cambian.