Mi amigo Víctor

16/07/2023 - 16:51 Emilio Fernández Galiano

 Tiene tan buen pelo como sus canas, blancas como la nieve, que contrastan con dos cejas zaínas y pobladas  que cobijan unos ojos oscuros y vivarachos que desprenden chispa, bondad y sagacidad.

Me lo encuentro a menudo dando su rutinario paseo por los alrededores de mi casa en Sigüenza. Pese a sus años, tiene buen porte y sé que le dedica algún minuto a la prenda que se pondrá ese día. Hasta la garrota la lleva con elegancia. Tiene tan buen pelo como sus canas, blancas como la nieve, que contrastan con dos cejas zaínas y pobladas  que cobijan unos ojos oscuros y vivarachos que desprenden chispa, bondad y sagacidad. Muy templada, como él. Llevamos ya tiempo siendo vecinos y no le he visto fallar en sus paseos, salvo algún día de nuestros duros inviernos o por precaución a la pandemia. 

Hermano de los pequeños de una familia bien numerosa, ocho o nueve, no recuerdo bien. Tan numerosa como humilde, a los nueve años ya cuidaba las ovejas. Luego las mulas, el trillo y la agricultura. Finalmente, la construcción. En ese tiempo, casualmente, trabajó en la empresa de mi suegro y su hermano Emilio, de los que me habla maravillas (afortunadamente, y no me extraña porque eran gente de bien). 

¿No fuiste a la escuela? -¿Y de qué íbamos a vivir?, me contesta. -Pero me comentaste que leías los periódicos hasta hace bien poco. -Aprendí a leer y a escribir en la escuela nocturna, después del tajo. -¿Te acuerdas de la guerra?, indago. Me enseña un balín de aquella época que conserva en su llavero. -¿Pasaste hambre?, le pregunto. -Teníamos animales, en los pueblos se pasó menos hambre. -¿Y miedo? -¡Bah! El ruido de algún avión, en todo caso. 

Deduzco que te has cuidado, Victor. ¿De joven fumabas, bebías? -Alguna faria, y al vino con moderación, pero no te creas, a veces la dábamos bien, pero nunca en el trabajo. Me acuerdo una de anís… ¡horrible! Pero bueno, casi siempre el bebercio con moderación. 

¿Cómo es que no te casaste?, un tipo con tan buen porte… Me mira en oblicuo con una media sonrisa, “prefiero no hablar”. Tengo para mi que hubo un desamor no superado, pero son cosas mías. 

¿Cómo ves hoy a España? Le inquiero -Ufffffffff, no la veo. (Observe el lector que otros han dedicados decenas de columnas para resumir lo que Victor deduce con un suspiro). -Me gustó el gallego el otro día en el debate ese, añade. ¿Y el otro? Le provoco, - ¡pamplinas!, me contesta, o algo parecido. 

Mi amigo Victor tiene o va a cumplir 93 años. Criado en una familia muy humilde, de la España profunda,  tiene la categoría y tolerancia de muchos doctores. De esa generación que les tocó reconstruir los desastres de una tragedia absurda sacudida por los radicalismos. Él, sin embargo, es prudente, lógico, de fácil palabra y además vocaliza estupendamente. No guarda rencor y está sacudido de revanchismos, pero atina con sus reflexiones que le cuesta exteriorizar por prudencia. Sus días pasan como los de la marmota, casi siempre lo mismo. Pasear, sentarse bajo la sombra de una acacia, levantarse y volver a casa. Allí le espera su sobrino Carlos, con quien convive. “Hoy me duelen un poco las rodillas. Buenas noches, sobrino”. 

El caso es que hasta mis hijos se han dado cuenta de cierta complicidad con el protagonista de esta historia. Ignoro si me acercan a él o piensan que él me puede acercar a ellos. Tal vez les guste que su padre se pare por un momento en su ajetreada vida y valore más la charla con Victor que con cualquier otro personaje estelar. Tal vez piensen que Victor tiene estrella. Y que yo puedo seguir su estela. 

¿Y ha viajado?, curioseo. -¡Una vez a Toledo!, me recuerda. 

(A JaviSanz que me inspiró este relato con otro suyo).