Mis 'Mujercitas'


Hablando de mi abuela Paca, ciertamente mi hermano y yo, así como mis primas, podemos presumir de haber tenido seis abuelas: la paterna, la materna y las cuatro hermanas de esta última.

Este verano hemos vaciado y vendido la casa de mi abuela Paca, algo que había que hacer, pero que ha sido desgarrador. Cerrar su casa por última vez ha sido como echar la llave, ya de manera definitiva, a una etapa de nuestras vidas. La verdad es que la casa de los abuelos, deshabitada desde hacía tiempo, no era más que un eco de nuestras vivencias felices allí. A partir de ahora, cuando la recordemos, ya no la evocaremos desde ese lugar físico, sino desde otro hogar más profundo, el de los recuerdos compartidos en familia.

Cuando pasemos por delante de la fachada de la que fue nuestra casa favorita, seremos conscientes de que la barbería del abuelo ya no existe y de que tampoco están las cosas acumuladas durante más de cien años por nuestra longeva abuela; pero en esa casa, y en esa calle, siempre veremos a mi abuelo esperándonos al final de la cuesta con los brazos abiertos, y a mi abuela, desde la ventana de su cocina, llamándonos para darnos un beso.

Y hablando de mi abuela Paca, ciertamente mi hermano y yo, así como mis primas, podemos presumir de haber tenido seis abuelas: la paterna, la materna y las cuatro hermanas de esta última. Eran cinco chicas, como las Mujercitas. La primera vez que leí ese libro de Louisa May Alcott, con poco más de once años, mi cabeza empezó a imaginar paralelismos entre las cinco muchachas de la novela y mis tías abuelas. No era la misma época, ni el mismo país, ni las mismas circunstancias, pero en ellas veía una dinámica similar: cinco hermanas que se querían con locura, que de vez en cuando reñían (como decía una de ellas, por «exceso de cariño»), que se reían, que se apoyaban y que se juntaban todos los años para hacer chorizos y rosquillas.

Ellas construyeron una arquitectura familiar en la que fueron segundas madres para sus sobrinas y sobrinos, y otras abuelas para sus sobrinos y sobrinas-nietas. Lo mismo sus maridos: el tío Félix, mi abuelo; el tío Sebas, el más elegante; el tío Isidoro, el más preciso (y con quien di mis primeros pasos en esta vida); el tío Daniel, el más introvertido; y el tío Román, con quien más tiempo he compartido.

Esperanza Budia Gilomo en representación de todas las Mujercitas del mundo.

De Paca, Esperanza, Cristina, Soledad y Juana, tras el fallecimiento en 2024 de mi abuela con casi 102 años, solo viven Sole y Juanita, dos mujeres nonagenarias. Estar con ellas me llena de amor, pero quizá este haya sido el último estío juntas en la que fuera la casa de sus padres, mis bisabuelos, otro refugio familiar lleno de bonitos recuerdos. Y no es que piense vayan a morirse, sino que sus condiciones de vida van cambiando -en realidad, las de todos-, y estar solas el pueblo, donde hasta ahora pasaban el verano, cada vez resulta más difícil.

Esta circunstancia también marca un hito vital. Ya nada será igual. El rito estival de ver a las hermanas que siguen vivas paseando por la balsa, disfrutando de una barbacoa en casa de mi tío o comiendo con mi madre muchos domingos… tal vez ya no vuelva a repetirse, al menos no la misma manera. Y aunque solo pensarlo nos pellizque el alma, seguiremos recordando con cariño aquellos veranos de las cinco mujercitas alcarreñas en los que me unía a ellas cuando salían a andar por la mañana, desayunaban bizcocho hecho la noche anterior por una, tomaban café en casa de otra, echaban la partida de cartas donde la siguiente, quedaban para tomar el fresco con mi abuela o preparaban una paella en el Barrio Nuevo (en realidad, el más antiguo de Cifuentes).

Sé muy bien que esto que les cuento no es un sentimiento exclusivo. Seguramente, mientras leen estas líneas, estén rememorando escenas y emociones parecidas. Qué curiosos somos los seres humanos: a veces nos tratamos como si fuéramos extraños, como si todo lo que no perteneciera a nuestro pequeño mundo no existiera. Y, sin embargo, tenemos en común más de lo que imaginamos, incluso esas cosas que creemos tan nuestras. Por ello, les ruego me permitan hacer una breve semblanza de mis tías abuelas, pues tengo el convencimiento de que con otros nombres y otros rostros, por sus vidas también han pasado hadas madrinas:

Paca, mi abuela, era la mayor. Aunque tal vez la más quejosa, siempre estaba cuando se la necesitaba. Generosa y práctica, cuidaba de todos como si fuera su deber. De su gran corazón afloraba la ternura cuando menos lo esperabas.

La tía Espe era alegre y guapísima. Decían sus hermanas que de niña era algo bruta y que le gustaba más el campo que el bordado. Pero al irse a trabajar a Madrid se transformó. Ya lo decía su padre: “Se me fue un cardo y ha vuelto una rosa.”

La tía Cristi, era coqueta y cariñosa. Siempre sabía cómo hacerte sentir bien. También era una excelente repostera cuyos bizcochos y rosquillas, hechos con altas dosis de afecto, siguen siendo parte de los mejores recuerdos de nuestra infancia.

La tía Sole siempre me ha parecido la más refinada, con un don especial para arreglarse. Sonríe con facilidad y cuida los pequeños detalles con esa gracia natural de quien sabe estar en cada momento. A su lado, todo parece más bonito, más armonioso.

La tía Juani es la pequeña de las cinco, pero también la más fuerte mentalmente. Es creativa en la cocina, resuelta en la vida-aunque todos sabemos el sufrimiento que lleva en su interior- y tiene ese extraordinario sentido del humor que aligera hasta los días más grises.

Las cinco, siempre juntas, formaban una tribu luminosa. Ellas han tejido una parte muy importante de nuestras vidas, así que, aunque el tiempo avance y las casas cambien de manos, puedo decir en nombre de toda mi familia extensa que siempre serán nuestras Mujercitas, nuestras hadas madrinas.

PD. Aunque nada tiene que ver con el artículo, no puedo desaprovechar estas líneas para pedir el FIN DEL GENOCIDIO DEL PUEBLO PALESTINO.