Narciso Sentenach y los recueros de Atienza (I)


Celebraciones y sucedidos. En el año 1909, el conde de Romanones, aconsejado por el párroco de Galve de Sorbe, Saturnino Herranz, y tal vez en su compañía, contempla gustoso las milenarias ruinas de Termes ubicadas en la vertiente soriana de la sierra de Pela, entonces territorios pertenecientes a la diócesis de Sigüenza. El popular aristócrata, deseoso de impulsar las labores de excavación de esta urbe celtíbera, luego romana y visigótica, nombra al académico de Bellas Artes, historiador y arqueólogo, Narciso Sentenach y Cabañas (1853-1925) director responsable del proyecto de conservación y de inventario de importante yacimiento.

En sus viajes a Termes, al menos en varios de ellos, por un itinerario escogido de antemano, Sentenach se adentra por las altas tierras de Guadalajara. Una vez llegado en ferrocarril a la estación de Sigüenza, el erudito arqueólogo sube a un desvencijado coche correo de frecuencia diaria, tirado por caballerías, que, tras cuatro horas de marcha, le conduce a la villa de Atienza, donde descansa.  

Después, el ilustre investigador recorre a caballo el camino de Campisábalos y, desde allí, bien por Villacadima o bien cabalgando rumbo al norte, franquea las cumbres de la serranía y, ya en términos de Soria, llega al pueblo de Manzanares, lugar aledaño a los históricos restos.

Los recuerdos de los días pasados en Atienza campean y relucen en algunos textos de Narciso de Sentenach. En el mes de junio de 1916, publica, en el Boletín de la Academia de la Historia, un cumplido ensayo titulado Los recueros de Atienza, en el cual glosa la identitaria y popular fiesta de La Caballada, celebrada año tras año, salvo ciertas interrupciones, desde los lejanos tiempos medievales. La Caballada revive y representa de qué modo los arrieros y mercaderes atencinos, mediante arriesgada añagaza, salvaron al monarca castellano Alfonso VIII, un niño de seis años de edad, de la tutela de su tío Fernando II, rey de León.

Heroica y memorable gesta cantada de antiguo en anales y crónicas, generación tras generación, y datada tradicionalmente en el domingo de Pentecostés del año 1162. Tal día, los audaces arrieros de Atienza, montados en sus caballerías abocan la ermita de la Estrella, bajo el flamear de su bandera, ante la mirada atónita de las tropas leonesas que habían cercado la villa. Bailan ante la venerada imagen y se dispersan en correrías y cabriolas, reviviendo viejos ritos y usanzas. Los soldados desconcertados observan la incesante peregrinación. Mientras, otros jinetes, los más atrevidos y esforzados, ocultan al rey niño entre sus filas, vestido como un recuero más, y emprenden un raudo y sostenido galope hasta la ciudad de Ávila. Siete días de huida y esperanza.

Así lo cuenta la ilustrada prosa de Narciso Sentenach: “Celébrase en esta fuerte e histórica villa, una fiesta singular el día de la Pascua de Pentecostés, llamada La Caballada, que por los recuerdos que evoca, por el pintoresco espectáculo que ofrece y especiales pormenores, es de las pocas de índole civil subsistentes después de varios siglos, como conmemoración popular de hechos locales ocurridos. Varios curiosos anotadores han tratado esta fiesta bajo sus distintos aspectos, pero de manera incompleta, por lo que, como se hallan tan diversos estos apuntes, son de difícil obtención y algunos de sus documentos permanecen inéditos, bien se merece reunir y completar tan separados elementos para constituir un todo digno y hacer más fácil y general su noticia”.

El docto historiador, tras este proemio, desgrana saberes y referencias: “La posición geográfica y estratégica de Atienza, como llave por aquellos lugares entre ambas Castillas, la han hecho en todo tiempo escenario de sucesos culminantes, al ser disputada por distintos dominadores y soberanos de la península. Considerada con razón como inexpugnable, yérguese aún su imponente castillo en la cumbre de altísima eminencia, reforzada además por triple recinto de murallas, fortaleza que evoca principalmente los nombres de El Cid, de Alfonso VIII y de don Álvaro de Luna. A la antigua Titia de los arévacos, llégase hoy en una jornada desde Sigüenza, distinguiéndose la pintoresca villa al pie del castillo, escalonada desde el llano y manifestando a distancia lo empinado de sus cuestas y lo extenso de sus arrabales. Pocas ciudades podrán despertar mayor interés histórico: apenas hay muro o plaza en ella que no recuerde algún suceso consignado en las crónicas con tal precisión, que prueban la exactitud de estas memorias y la veracidad de sus relatos”.

“En estas memorias –prosigue Sentenach– guárdese vivo el recuerdo de la estancia y salida de aquel rey niño, Alfonso VIII, conducido en circunstancias tan especiales al amparo de su castillo, y que fue después trasladado de cautelosa manera a Ávila. Como de todos es sabido, pretendiendo el rey de León, don Fernando II, apoderarse en Soria de su sobrino, donde se hallaba al amparo de los Lara, fue burlado el monarca leonés por el audaz caballero Pedro Núñez de la Fuente Armegil, quien pretextando acallar el llanto del niño, le llevó a su casa, y desde ella, a galope sobre un caballo y oculto bajo su capa, trasladólo a San Esteban de Gormaz”.

Hasta allí acudieron con urgencia los Lara, “quienes no considerándose seguros, dada la cólera del burlado monarca, trasladáronse con el rey niño al castillo de Atienza, por estimarlo más fuerte; pero como se acercara el rey de León, creyéndole allí aún en peligro, y valiéndose de los recueros o arrieros, salió el rey de Castilla entre ellos para trasladarse a Ávila, donde ya pasó su niñez entre leales caballeros. Esta fuga, esta hégira, es la que conmemoran todos los años los habitantes de Atienza, sostenida por la singular hermandad de la Santísima Trinidad, o de los recueros, guardadora al presente de notabilísimos documentos con religioso celo y de los que daremos debida cuenta”.

Asentados los acontecimientos, Narciso Sentenach describe con gran detalle los festejos de La Caballada, a los cuales posiblemente hubo de asistir: “Las fiestas comienzan la víspera del domingo de Pascua de Pentecostés, por el obligado anuncio del gaitero que, en compañía del mayordomo de la hermandad, se dirige a la casa del prioste (el hermano mayor) llamado el seis principal, por ser seis los hermanos que constituyen la Junta. Esta se reúne allí por la tarde, acordando todos los detalles de la fiesta para el día siguiente; y después de bajar a la ermita de la Estrella, provistos de siete tortillas que consumen, todos regresan a la villa”. Las tortillas, todas distintas, recuerdan los siete días que los recueros, con el rey niño, tardaron en llegar a Ávila.

Los cofrades dan por terminados los prolegómenos de la gran fiesta, “no sin antes –concluye el cronista– colocar la bandera de la cofradía en el balcón del prioste, comenzando entonces un baile en la calle, al son del tambor y de la dulzaina, que se prolonga toda la noche”. Al día siguiente, domingo de Pentecostés, continuarán los gozosos y tradicionales fastos. Seguiremos a Sentenach.