Navidades de cuento
Eran fiestas en los gélidos sesenta con un frío que entraba tan hasta los tuétanos que nadie se quitaba el abrigo y la bufandeja ni en el coche de línea o el bar.
Machado sostenía que su infancia eran recuerdos de un patio de Sevilla donde maduraba un limonero. Mis añoranzas infantiles navideñas son belenes humildes con musgo, cortezas de sabina y cristales para simular un rio, y villancicos tradicionales enriquecidos si cuadraba con letras picaronas.
También se hacía turrón casero a base de nueces y cañamones con miel. Tan duro que el médico Don Valentín de Concha aconsejaba a sus hijas “morderlo con las palas y de medio lado” para evitar estragos dentales.
Como centro, la hoguera de Nochebuena. A ella contribuíamos los chavales con leña donada y medio robada que íbamos guardando en un chozo desde noviembre. Era un monumento de ramajes, bardascas y troncos, que el tío Hermógenes iba armando en torno a una sabina verde, con una puerta con marco de aldones de chaparro ante la que apilaba para que prendiera támaras, aliagas y vencejos.
Encendida al anochecer, se desataban la jumera y las toses. Con el calor se prodigaban chistes, chascarrillos, fanfarronadas, pantalones socarrados por la culera y quemaduras de algunos jaques al saltarla tras una cena especial a base de cardo y cabrito, regada con vino de Ibedes/Godojos y anisetes o coñacs escarchados de Monreal. La hoguera ardía y ardía a pesar de ventiscas y heladas. Al día siguiente, Pascua, aún quedaban ascuas para asar patatas.
Eran fiestas en los gélidos sesenta con un frío que entraba tan hasta los tuétanos que nadie se quitaba el abrigo y la bufandeja ni en el coche de línea o el bar. Algunos aseguran, pasados los años, que aún lo albergan hasta en veranos como el pasado mientras maldicen el artificial del aire acondicionado.
Era tiempo también de alegrías con matanzas, tintones, zambombas, guiñotes, parchises, aproximaciones de primas y primos, bailes agarrados y sueños de un futuro de película. Unas Navidades de cuento.