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Cuenta la tradición celta que en la noche del 31 de octubre se borran las fronteras entre lo sobrenatural y lo humano.
Lo cierto es que la Noche de los Muertos, de las Brujas, de la Víspera de los Difuntos, Halloween o como queramos llamar a esta festividad, da cada año más juego.
El sector hotelero español se frota las manos con una demanda para el puente de Todos los Santos que ronda el 90%, pese a los precios repuntados en un 10% con respecto al año pasado.
Decenas de localidades compiten en este concurso turístico ofreciendo rincones tenebrosos, puntos esotéricos y destinos terroríficamente apetecibles, sustos con meigas y fantasmas, historias de hechiceras, duendes escurridizos, sonidos espectrales, demonios, y familias de espíritus y santas campañas al completo. Y mucha calavera.
Tampoco pueden faltar junto a la calabaza -reina del otoño con sus sopas, cremas y tartas-, los tradicionales huesos de santo, mazapanes, buñuelos de viento, panellets (empiñonados), huevos mole y especiales patas de vaca molinesas.
Los más modernos se han echado en manos de la cultura hispanoamericana, mayormente de México, con sus altares y pan de muertos, emulando y superando al espíritu anglosajón y estadounidense.
En mi infancia rural abundaban en las iglesias los túmulos mortuorios, montados por los sacristanes, con una sábana blanca, mortajas y la correspondiente calavera y huesos de los antebrazos. Nos atemorizaban.
También recuerdo procesiones al caer la noche con velas, inciensos y letanías con latinajos. Al día siguiente la gente se limitaba a visitar, llevar flores y arreglar tumbas en los camposantos, recordar a los difuntos y orar en silencio.
Un resucitado fliparía con el siniestro espectáculo permanente estos días en las calles, teles, redes, estaciones, centros comerciales y gimnasios (las nuevas iglesias), parlamentos y cementerios engalanados incluso de perros.