Relojes empolvados
Hay manejos que se aprenden sin ganas, con predisposición escasa y ninguna alegría. Es increíble a lo que está llegando gente que se desenvolvía perfectamente y era parte activa de la sociedad.
A pesar de la tabarra televisiva con el cambio de hora al llegar la primavera, los relojes de muchas casas de nuestros pueblos no se han inmutado. Siguen marcando la hora oficial de la Semana Santa y el verano pasados. Durante el resto del año solo algunos atrasan una si es necesario. Algo parecido ocurre en los coches y aparatos electrodomésticos.
A muchos nos da pereza hojear el típico manual en españolinglis para intentar enterarnos. Hay quien se desespera, pero otros viven felices en esas páginas de instrucciones. También pasa con los farragosos prospectos de medicamentos, ideados por los laboratorios para escudarse ante posibles demandas.
No es por ignorancia o falta de tiempo pero, superados los sesenta, sucede también con los ordenadores, los móviles y sus aplicaciones. Aprendimos a usarlos con directrices dubitativas de informáticos primerizos, hijos sabelotodo y la mera intuición. Dicen que saber cosas nuevas nos mantiene activos. Pero uno siempre puede seleccionar alternativas a su tiempo libre: guiñote, lectura, conversación, huerto, bar, teles…
Hay manejos que se aprenden sin ganas, con predisposición escasa y ninguna alegría. Es increíble a lo que está llegando gente que se desenvolvía perfectamente y era parte activa de la sociedad. A veces parecen también relojes empolvados y atascados con la hora. Pero el mundo se ha convertido en un lugar complicado donde simplemente ir al banco a actualizar algo es comparable a una misión sin retorno. No digamos las burocracias administrativas oficiales en materia sociosanitaria. Todos tenemos que estar al día de la penúltima pejiguería para poder acceder a nuestro dinero, las recetas, citas médicas o la renovación de carnés y permisos. Alguien ha decidido que estos conocimientos son imprescindibles. Como cambiar los relojes dos veces al año.
En mi infancia rural, a falta de juguetes y atracciones, una vez anochecido hacíamos una ronda por el pueblo jugando a cabrear perros (y a algunos dueños). Bastaba con imitar ladridos y/o aporrear puertas. Hoy parece que en muchas oficinas juegan, quizá también como pasatiempo, a cabrear mayores exigiéndoles conocer memeces que han hecho obligatorias. Se les olvida que sus padres, hoy superados por la tecnología, les enseñaron a usar la cuchara.