Renovarse o morir
Algunos ritos de purga colectiva y renovación en nuestro folklore.
Acabamos de pasar la noche de san Juan y, como viene ocurriendo últimamente, los noticieros y telediarios nos ofrecen imágenes de gente saltando hogueras en las plazas, de grandes concentraciones en las playas, y de conciertos, frecuentemente de carácter folk, en variados espacios, muchas veces al aire libre, aprovechando la bonanza del clima, si es que a esta primera “ola de calor” se le puede aplicar semejante apelativo.
Los cambios de la mentalidad, unidos a los avances tecnológicos, hacen que muchos de nuestros ritos se hayan modificado en el plano de los contenidos y en las formas, pero permanecen muchos aspectos que dan continuidad a la cultura heredada.
En las sociedades tradicionales, tanto rurales como urbanas, las creencias iban muy de la mano de la naturaleza y parece como si, aún hoy, fuéramos buscando ese vínculo con la madre tierra y con el resto de las especies que la habitamos y compartimos. Seguimos siendo humanos, conscientes de nuestras limitaciones, de nuestros errores, de nuestros pecados -que se diría en clave religiosa- y necesitamos ritos de purificación, de muerte y resurrección, de volver a nacer, aunque los cambios experimentados sean evidentes y dignos de análisis para los sociólogos, antropólogos folkloristas y público en general, que a todos nos gusta opinar en los foros correspondientes, incluida la tertulia alrededor de la comida o en la terraza del bar que es lo que toca en este tiempo.
Santa Catalina y su rueda. Monasterio de San Millán de Yuso (La Rioja).
Volviendo al tema diremos que los ritos de renovación tradicionales se repartían a lo largo del ciclo anual abarcando el aspecto personal, pero también adquiriendo esa dimensión colectiva que hace que el tema tenga un doble interés. En nuestra tierra, como en otros lugares, estos ritos se concentraron y concentran, de manera especial, en torno a los solsticios de verano e invierno que vienen marcados por la situación del sol. Acabamos de pasar el de verano, también conocido como solsticio “hiemal”, en el que la noche es la más corta del año y el día es el más largo. En realidad, este solsticio sucede astronómicamente entre el 21 y 22 de junio, pero se suele asimilar, por estos pagos, a la noche de san Juan. Tradicionalmente, nuestros paisanos lo solían celebrar con gran alborozo, mediante ritos en los que los adultos y los mozos y mozas, separados o agrupados, cantaban y bailaban hasta el alba, en una noche que se tenía como propicia para la recolección y siembra de plantas y en la que sucedían hechos extraordinarios como los bailes del sol, relacionados con la “Rueda de Santa Catalina”, las artes adivinatorias, como conocer el nombre de la futura pareja, o las artes curativas aprovechando las especiales propiedades que se suponía adquirían el agua del rocío y de las fuentes, coincidiendo muchas veces con la salida del sol, momento ideal para la curación de las hernias inguinales. También los niños siguen teniendo su papel en la fiesta de los arcos y “Sanjuaneras” de Sigüenza.
Un Judas. Riba de Saelices, 1987.
El solsticio invernal o “hiemal” tiene en nuestro hemisferio, por el contrario, la noche más larga y, por tanto, el día más corto entre el 21 y 22 de diciembre, pero los ritos se concentran en torno a la Nochebuena. Tenían los adoradores del astro rey un cierto miedo a la muerte del sol, que en ese momento se encontraba en su total declive, y había que ayudarle a crecer, por eso las hogueras de Navidad, las troncas y troncos en las lumbres, que en nuestra tierra recibieron el nombre de “nochebuenos”. Pero el solsticio invernal suponía también un cambio de ciclo, que coincide hoy con las celebraciones cristianas, el “Nacimiento” de Jesús, la celebración de la nueva vida, del nuevo ciclo que empieza. Por eso, todavía hoy, en muchos de nuestros pueblos se quemaban y queman objetos viejos e inservibles y se celebra la llegada del Año Nuevo con cenas y bailes, a las que se han añadido algunos ritos nuevos como el consumo de las 12 uvas de la suerte, tan extendido y sugerente, símbolo propiciatorio y mágico, en esta sociedad, teóricamente avanzada y racional. También en los equinoccios solares de marzo y septiembre podemos encontrar una cierta relación con la renovación, el crecimiento y el futuro, aunque como suele ocurrir, el ciclo anual natural se asimila y mezcla con los calendarios religiosos. En el caso del equinoccio de primavera, las celebraciones religiosas tienen una relación con el calendario lunar. La Iglesia, por estas latitudes, celebra el Domingo de Resurrección el siguiente domingo a la primera luna nueva después del equinoccio de primavera, cosa que suele ocurrir entre el 22 de marzo y el 25 de abril.
Bendición del cirio pascual. Malaguilla.
La noche del Sábado de Gloria, se reúnen (antaño lo hacían por separado) los mozos y mozas para fabricar los “judas” o peleles, muñecos rellenos de paja y vestidos con ropas viejas, símbolo del pecado y del mal. Estos muñecos aparecen colgados por la mañana y son insultados, golpeados, quemados o disparados, en un claro rito de purga colectiva. De esta forma la sociedad, mediante la purificación del fuego, acaba con lo viejo, lo inservible y lo pecaminoso y empieza, desde cero, una nueva etapa. Para los creyentes cristianos, el cirio pascual supone también un símbolo de Resurrección y de nueva vida, al igual que el agua bendecida en esa fecha, que muchos llevan a sus hogares y que, antiguamente, servía también para bendecir las cuadras de los animales, tan importantes para la supervivencia de las familias.
En torno al equinoccio de otoño, recogida la cosecha, tenía lugar la quema de rastrojos, de la que queda en nuestra tierra la Procesión del Fuego de Humanes, una fiesta emblemática y ritual, un resto fósil de estos ritos purificadores y de renovación que hoy hemos tratado, aunque sea de forma breve y resumida.