Rivalidad y cohesión social
Hoy reflexionamos sobre la rivalidad como ingrediente de la configuración de las identidades.
Había un dicho, no sé si exclusivo de la Alcarria, pero sí bastante popular en esta comarca, que rezaba: “Calentaros hijos, que se quema la cabaña”. Los amigos de Doro, aquel maestro entrañable de Peñalver, se lo oímos decir, más de una vez, como sinónimo de aprovecharse de cualquier situación, por difícil que fuera, con tal de obtener algún beneficio, o algo así. Al igual que otros dichos, éste puede tener más de una interpretación, o al menos sus matices.
Panderetas de Quintos y Quintas. Santuario V de Monlora. Luna (Zaragoza).
Hasta hace unas décadas, los refranes y sentencias se han empleado como muestra de la forma de ser y de la filosofía de los individuos y de las comunidades, pero la globalidad en la que vivimos –me refiero, en términos generales, al mundo occidental-, se ha ido encargando de desdibujar muchos rasgos culturales, en aras de una uniformidad bastante generalizada; de manera que pretender pensar que los de tal pueblo o comarca, son, por el mero hecho de nacer o vivir en una comunidad, de una determinada forma de ser casi monolítica, puede sonar un tanto raro.
Pero, por otra parte, también es verdad que, precisamente la globalidad de este mundo, cada vez más urbano y menos rural, más de asfalto que de terruño, hace que muchas personas y colectivos busquen lo original, lo autóctono, los rasgos diferenciadores para encontrar esos puntos de anclaje, con el fin de identificarse y construirse como individuos y como comunidades.
Un árbol-mayo. Foto: José Antonio Alonso.
La búsqueda de la identidad, personal y comunitaria, es, creo yo, una de las tareas más apasionantes que la vida nos ofrece. Con esos objetivos tenemos faena para rato, tal vez para siempre, pero el camino está lleno de vericuetos, de errores, de tropiezos, de caídas, y también de aciertos, de encuentros, de satisfacciones y de momentos de plenitud. Entre lo uno y lo otro vamos pasando la vida, vamos forjándonos, vamos creciendo como individuos y colaborando a la configuración de las comunidades en las que vivimos.
Antaño, la identidad colectiva de muchos de nuestros pueblos se sustentaba, en gran medida, en costumbres y comportamientos que podríamos clasificar como tribales. El haber nacido en una localidad concreta nos otorgaba ya un “estatus”, una forma de ser, más o menos definida. Lo habitual era que esos signos de identidad se acrecentaran por oposición a los nacidos en los pueblos de alrededor. Nuestra tradición oral está llena de ejemplos de “motes” y de refranes y sentencias con sentido despectivo, generados por los miembros de una localidad, calificando negativamente a los vecinos y resaltando las “maravillas” de lo propio.
“Mi pueblo tiene la fama/ del vino y el aguardiente,
de las mujeres bonitas/ y de los hombres valientes”
(Esta copla se canta en todas partes; cada uno pone el nombre de su localidad y ¡Todos tan campantes!).
Si se quería información de los seudogentilicios despectivos de una localidad no había que preguntarles a los del pueblo, lo más práctico era preguntar a los de al lado. De hecho, cuando GABRIEL Mª.VERGARA publicó su estudio sobre apodos de nuestra provincia,en 1947, lo tituló: Apodos que aplican a los naturales de algunas localidades de la provincia de Guadalajara los habitantes de los pueblos próximos a ellas. El epígrafe no puede ser más elocuente. Entre esos apodos figuran algunos apelativos “cariñosos” como “zorros, brujas, brutos, salvajes, tramposos, llorones, jorobados, patituertos, borrachos, tontos, destrozapeines”, etc.
Ese sentido de pertenencia, de exaltación de lo propio frente a los “otros” llevó antaño a discusiones y peleas, en más de una ocasión. En la memoria de los más mayores queda el recuerdo de sonados enfrentamientos y de episodios curiosos como el robo de algún “mayo” por parte de los mozos de algún pueblo en territorio vecino.
Pintada de Quintos. Foto: José Antonio Alonso.
La identidad no sólo se aplicaba a todos los miembros de la localidad, también podía ir por barrios. Recordemos la gran rivalidad existente en la ciudad de Guadalajara que se quería extender incluso a las vírgenes objeto de veneración: La Virgen del Amparo come conejo, y la de la Antigua chupa los huesos. -Canturreaban los chiquillos de la zona alta de la ciudad-; o “La Virgen de la Antigua come pasteles y la del Amparo chupa los papeles”. -Decían los de los barrios de abajo, según dejó escrito ARAGONÉS SUBERO-.
Otra forma de rivalidad, entre colectivos de una misma localidad fue la mantenida entre algunos grupos de edad; este sería el caso de los “quintos” y “quintas”, que todavía sigue presente y ha sobrevivido, en algunas localidades, a la supresión del servicio militar obligatorio. Antiguamente, formar parte de una misma quintada era un vínculo que daba cohesión a sus miembros, a la vez que conllevaba una cierta rivalidad con las otras quintas. Este colectivo tenía y tiene su protagonismo en ciertas fiestas y ritos como el de los “mayos”. También se manifestaban al exterior mediante pintadas en los muros de las localidades.
Igualmente era habitual la rivalidad entre grupos por razón del sexo, especialmente en el pasado, ya que mozos y mozas, por ejemplo, vivían algunos momentos del rito, cada grupo por su lado, en ocasiones como la noche de san Juan, aunque, al final, acabaran celebrando la fiesta juntos.
Ya hemos dicho, en alguna ocasión, que también hubo su rivalidad entre grupos en función de la extracción social. Recordemos la coplita navideña que decía:
Esta noche va a salir/ la ronda de la alpargata.
Si sale la del zapato/ se arma la zaragata.
(En algunos lugares se identificaba la ronda del “zapato” con la gente “de posibles”, mientras que la de la “alpargata”, solía estar formada por las gentes más sencillas de extracción popular).