Sant Valentí

14/02/2021 - 11:20 Jesús de Andrés

 La cultura del lazo amarillo se ha implantado hasta el punto de que para las elecciones se buscó una fecha emblemática como el día de los enamorados.

En Cataluña, de un tiempo a esta parte, todo tiene que ser simbólico. Los actos públicos, las declaraciones, las festividades. Todo pasa por el tamiz nacionalista. Me refiero, claro está, a la actividad de sus autoridades e instituciones cuando están controladas por los partidos independentistas. La cultura del lazo amarillo se ha implantado hasta el punto de que para las elecciones se buscó una fecha emblemática como el día de los enamorados, porque ellos desbordan amor, y parte de las vacunaciones se va a hacer en el Camp Nou, que como todo el mundo sabe tiene unas instalaciones sanitarias de primer orden. Ante el fiasco de la operación Puigdemont, personaje condenado al olvido, y el no menor de su sucesor Torra, inhabilitado para ejercer cualquier cargo público tras confirmar el Tribunal Supremo su sentencia, la obligación de celebrar elecciones pasó por elegir una fecha simbólica. Si bien el propio Parlament pudo haber presentado algún candidato para su investidura, y dado que Torra pretendía que las elecciones fueran un plebiscito sobre su figura, qué mejor que elegir esa amorosa fecha. El problema, el gran problema, es que no tuvieron en cuenta la situación sanitaria. Eso forma parte de la gestión ordinaria, y quién se va a preocupar por la gestión en un escenario histórico trascendental. Cuando se percataron de que nadie se acuerda tampoco de Torra, que ha desaparecido del mapa, y de que el exministro Salvador Illa les estaba comiendo terreno, fue cuando se acordaron del virus y de la salud de los catalanes. A buenas horas, les dijo el Tribunal Superior catalán, obligando a anular el decreto de aplazamiento de los comicios, que pretendían trasladar al 30 de mayo.

Un despropósito tras otro. Un President que nada sabía de gestión y mucho de teatro, un mandato muy simbólico pero nada ejecutivo y un sistema político, el catalán, sometido otra vez a la cantinela nacionalista. Lo malo es que ese virus sigue presente en la sociedad catalana y no hay vacuna a corto plazo. Los nacionalismos necesitan, cuando no tienen otro asidero, sostenerse en el mito, que les ancla al pasado y les da legitimidad, y en los símbolos, que aglutinan, cual argamasa social, a las comunidades de referencia. Un pueblo unido amparado en sus símbolos. No falla. Yo, cuando oigo hablar del “pueblo”, y tanto me da que sea el pueblo de Dios, el pueblo americano o el pueblo de Cataluña o el pueblo español, salgo corriendo en dirección contraria. El nacionalismo que apela al pueblo dividiendo la propia comunidad de referencia, levantando muros entre personas que viven juntas o convirtiendo en enemigos a los vecinos, es un cáncer social con el que no queda más remedio que convivir. Convencer, que es la única forma civilizada de vencer, es el único camino.