Siglo Futuro

23/10/2020 - 13:15 Javier Sanz

Casi treinta años y hasta los del trilateral reservaban con lápiz rojo una tarde en la que marcar ruta al chófer y parar donde suelen pasar de largo.

Nació mirando al siguiente, este XXI que anda a trompicones por zancadilla de pata de palo de virus, después de haber bailado valses sin parar en su último y mejor tramo tan solo interrumpido por el tableteo de las ametralladoras encapuchadas con el anagrama de la cofradía de la víbora y el hacha. Daba aire a una provincia cuando parecía que la cultura de largo recorrido fuera cosa de Madrid, cultura con copyright, del Gijón al Ateneo pasando por el Círculo de Bellas Artes y algún canapé de Embajada al caer la tarde, cuando a las cecilias solo se las quería de color rosa. Madrid, a media hora, tumbaba el acueducto y las murallas y el alcázar y el infantado; arrasaba lo limítrofe y la capital seguía siendo la plaza no ya donde triunfar, que puede, sino donde venir a ver triunfar.

Un siglo futuro al que había que poner mayúsculas, las de la cultura, recuperada y sin la k de la movida, ese fenómeno que según Sampedro arrasó vidas y de legado no dejó más que el celuloide de algún pseudocineasta. Guadalajara se cuadraba en el mapa de la cultura con gentes de fuera que tuvieran algo que decir o que cantar, que es también decir, o que bailar, que lo mismo. Llegaban viejos y no tanto como a torear un festival y la empresa echaba también algún becerro para locales rematando el cartel y bien metido el XXI aquello, esto, era un San Isidro de príncipes de Asturias y nobeles y cervantes y planetas y copas del mundo, y... 

Venir a Guadalajara. Casi treinta años y hasta los de la trilateral reservaban con lápiz rojo una tarde en la que marcar ruta al chófer y parar donde suelen pasar de largo. Más de cinco de los del club de los que mueven la brújula del globo como la gran ruleta de la fortuna, pero no la rosa de los vientos, regresan a la gran manzana anochecida en el asiento trasero-derecho del Bentley, enfilando llamas de farolas de autovía, revisando la memoria el penúltimo párrafo de la conferencia vencida y con medio gesto de sorpresa de emoticono por el ambiente que acaban de dejar ahí atrás en lo que creían que era un barrio de la capital a la izquierda de una cuesta.

Con mascarilla, icono de un año del que no sospechó nadie en el descorche fuera a ser tan hijoputa para llevarse por delante un cuarto de humanidad de todos los colores, este viernes se entregan premios aplazados desde junio, cuando la península venía siendo una sonrisa de horchata, de Estoril a Denia. El macizo símbolo es un Doncel que lee abajo con la cara al frente, un logo que debería ser, por ley escrita, el del Día del Libro de las letras Hispanoamericanas, un símbolo que es el de la cultura, la que se despacha en Guadalajara, de la capital a los límites, donde suena más clara la voz bajo las bóvedas de una catedral común con sus terminales románicas esparcidas como por un FBI en este retal que no habrá con qué pagarlo cuando llegue la liquidación del planeta, como vio Ortega a pie de obra aunque con traje y corbata de lazo, cayendo el sol como un cuchillo.

Un Doncel que es más que un Óscar, en forma y fundamento, sin alfombra roja y sin lentejuelas, a media voz pero a plena luz, la de la esperanza, la de otras tres décadas dando al César lo que es del César, a sabiendas de que en un par de meses también está recibiendo Dios lo suyo, en la concatedral y de manos garridas.

Mientras llega, y a máscara quitada, me tomo al sol de otoño este Bloody Mary. Salud y agradecimiento, Amigos. Larga vida.