Sobre el mal y la tentación en nuestro folklore
Muchos de los personajes botarguiles y carnavalescos tienen relación con la idea del mal.
Empiezo a escribir estas líneas en el Miércoles de Ceniza, que pone fin a un periodo festivo y carnavalesco. Cuando estas palabras lleguen impresas a los lectores nos encontraremos ya en la Cuaresma, ese tiempo de reflexión y de frugalidad para los creyentes, pero que también afecta, en alguna medida, al resto de la ciudadanía. No hay más que echar un vistazo a los calendarios para constatar el vacío de fiestas tradicionales que nos espera hasta la llegada de la Semana Santa.
Estaba yo pensando en todos esos personajes botarguiles y carnavalescos que acaban de desaparecer de nuestras calles y plazas y de la relación de muchos de ellos con la idea del mal, de la ruptura del orden, del pecado y de la tentación. Simplificar en este terreno no es aconsejable, pues estamos hablando de personajes complejos en los que concurren variados papeles, incluso contrapuestos, a veces. Muchas botargas participan en el ritual cristiano, en las procesiones, en las danzas, etc. y tuvieron antaño ese papel mágico propiciatorio de la fecundidad de la tierra y de la especie humana. En este sentido podríamos decir que son personajes bienhechores, o positivos; pero, a la vez, muchos de ellos se muestran fieros y agresivos, persiguen y golpean a la chiquillería y al público, en general, rompen el orden, entran en las casas sin permiso. Éstas otras funciones los sitúan más cerca del “mal” que del “bien”, de los demonios que de los ángeles. Este aspecto fiero y agresivo también lo manifiestan muchas vaquillas y personajes de nuestros carnavales. Pienso, en el caso de los botargas, por ejemplo, en las de Peñalver, esos personajes vestidos de blanco, con cintas rojas, que se han comparado con llamas de fuego. La botarga de Peñalver tiene ese carácter agresivo y persigue con su enorme cachiporra a niños y transeúntes, pero también forma parte del ritual cristiano en torno a san Blas, de forma colaboradora y constructiva; los “diablos” de Luzón son ejemplo palpable de los enmascarados agresivos y demoníacos de carnaval, como su propio nombre, aspecto físico y funciones indican.
Diablo y Ángel. Loa de Utande. Foto: José Antonio Alonso.
Los “chocolateros” de Cogolludo también visten de blanco, al igual que la botarga de Peñalver, con ciertas prendas rojas, pero representan, más bien, la tentación y el pecado para el creyente que debe comenzar el tiempo de frugalidad y mesura de la Cuaresma.
Pero sigamos buscando esas representaciones del mal en nuestro folklore. Porque esa percepción del mundo, tan dual y maniquea entre el bien y el mal, forma parte de nuestra cultura tradicional. Nuestros antepasados, en líneas generales, con su mentalidad mágica, concebían el mundo y el universo poblados de seres animados que habitaban los cielos y el submundo infernal, capaces de influir sobre las vidas de las personas, de los animales y de las plantas, de la meteorología y de sus manifestaciones. Esos seres eran, y son según la creencia religiosa, muy variados -diablos y duendes, ánimas, dioses y santos-. En la esfera celeste se suelen situar los seres benéficos, los dioses y advocaciones, aunque los diablos y “nuberos” se consideraban los culpables de las tormentas, y los rayos eran producidos por la ira de algunos dioses antiguos -Thor, Zeus-. Pero en el subsuelo, en el inframundo de las cavernas, se situaban los infiernos y sus demonios, con su maldito mundo de dolor y muerte. Arrastrándose por la tierra viven los reptiles, que por aquí siempre han tenido mala fama. Sapos y culebras, serpientes y dragones se suelen asimilar con el mal en nuestra cultura. La Virgen María se representa, frecuentemente, pisando la serpiente origen del pecado primigenio. Todavía recuerdo que de niños escupíamos a los sapos, en un acto heredado por transmisión generacional. En nuestra tradición oral los sapos y las ranas suponían la imagen negativa de algunos de nuestros cuentos y acababan transformándose en príncipes aguerridos por las buenas obras o por el amor y el beso de las damas amantes. Las grandes sierpes y los dragones suelen formar parte también del mundo del mal, combatidos por valientes y santos caballeros, en nuestro imaginario colectivo.
Chocolateros de Cogolludo. Foto: José Antonio Alonso.
En nuestra literatura popular también podemos encontrar ejemplos claros del mal, que suelen personificarse en las figuras de los demonios. Esto ocurre en las representaciones de teatro popular en nuestra provincia -Valverde, Molina, Utande-, y en otras ya desaparecidas, según han publicado los estudiosos del tema -José María Alonso Gordo, Antonio Aragonés Subero, etc.- Este último autor, en su “Danzas, rondas y música popular de Guadalajara”, asemeja la figura de la botarga de Valdenuño con el espíritu del mal, cuando arroja el dinero recolectado, aunque acaba siendo vencido por el “Ángel bueno”, representado por un danzante, cosa de la que se hace eco también el autor valverdeño, en su “Autos, loas y sainetes de Valverde de los Arroyos”. La lucha entre el bien y el mal era también muy ostensible en las representaciones de moros y cristianos, prácticamente desaparecidas, pero que tuvieron también su extensión e importancia.
Ese dualismo en nuestro poso cultural lo encontramos también en algunos personajes de carne y hueso que convivieron, y ocasionalmente aún conviven, y comparten con nosotros la tierra que pisamos. Me refiero, del lado de los productores del mal a las brujas, aojadores y personajes similares y del lado del bien a las curanderas y curieles que combatían y combaten los teóricos efectos maléficos de los primeros. Todavía hoy, de forma residual, en los tiempos de la globalidad y de los avances médicos, hay personas que creen en los efectos del “mal de ojo” producido por la sola mirada de algunos semejantes, una creencia que hunde sus raíces en momentos pasados de algunas culturas.