Sopas nada bobas
Mi abuela las preparaba en cazuela grande o en pequeñas individuales y las disponía junto al rescoldo de la lumbre para consumir según iban llegando a cenar.
En los recovecos de la memoria guardo los graznidos de urracas y cuervos bajo un cielo invernal. Evocaban y predecían nevadas. Como rezaba el refrán: “Cuando se acercan al lugar, barruntan nevar”. Y no digamos el grajo: “Cuando vuela bajo, hace un frío del carajo... “Algunos picarones añadían lo de a trompicones y su rima fácil. Otros la recomendación: “Y hay que tomar sopas de ajo”. Entonces no había invierno sin nieves ni sin las humildes sopas de ajo, símbolo de la austeridad de estas tierras.
Mi abuela las preparaba en cazuela grande o en pequeñas individuales y las disponía junto al rescoldo de la lumbre para consumir según iban llegando a cenar. Freía en la sartén unos ajos, rodajas de cebolla y trozos de pan duro; luego echaba agua, media cuchareja de pimentón y las ponía a hervir un rato. Por último, vertía un huevo sobre el contenido bien caliente y las alejaba de las ascuas.
Era un plato invernal casi obligado. Como diría un antropólogo pedante, una especie de ritual, símbolo de una forma de vivir y seña de identidad que remitía a una memoria ancestral que perpetuaba los lazos entre generaciones. Se cree que el antepasado Anteccesor de Atapuerca ya las tomaba. Viajeros europeos del XIX refieren haber sido obsequiados con ellas en ventas y mesones y rechazarlas por el extraño sabor a ajo y el trajín poco higiénico de las cazuelas sin lavatorio.
Choca que aún no haya resucitado, como los torreznos, esta forma de comer de nuestra infancia. A pesar de ser cocina tan económica, nada sofisticada, ligada a productos de la tierra y sabores básicos que reconfortaban cuerpo y espíritu. Ideal en cuestas de enero-febrero, suma componentes de superalimento. El ajo tiene propiedades casi milagrosas como antioxidante y portador de vitaminas, que ejercen efectos curativos sobre personas con problemas cardiacos y respiratorios. La cebolla es diurética y amiga de próstata, y el pan alimento básico de nuestra cultura, con una dignidad tan sustancial que en su materialidad se encarna el cuerpo de Cristo. Dieta mediterránea pura y casi divina.
Solo les falta una promoción como a las anchoas de Revilla. Estarían bien de tentempié en los promiscuos Consejos de Ministros de ahora. Y que un cocinero estrella las convierta en merecido fenómeno gastronómico.