Supervivientes

12/07/2019 - 12:50 Marta Velasco

La vida no se puede desperdiciar en tonterías, porque es única e intransferible y da unos giros imprevisibles.

Escribo atricherada en la palapa de mi cuarto de estar, en esta isla tropical que se llama España, asediada por el calor sofocante, los mosquitos tigre y la avispa velutina. El televisor arde en llamas por las cuatro esquinas, mostrando la catástrofe del fuego que devora los bosques, como una chimenea gigante que incrementa la temperatura ambiente y mi desaliento; solo la presencia de los bomberos aplaca las llamas y nuestro dolor. Gracias a ellos y a los miembros de la UME, unos héroes en medio de ese infierno llameante y del terrible panorama que queda después de los incendios.

Escapo apenas de un telediario donde tienen previsto preguntar a un terrorista por sus bonitos recuerdos criminales y penitenciarios. Huyo de Sánchez que va y viene, ideando pactos imposibles para asegurar su lugar en la historia. La política debía ser un arte moral hasta que Maquiavelo escribió sobre la perfidia y la astucia como sistemas de tener mucho poder y mucha pasta. Hago zaping en las informaciones sensacionalistas, y me refugio en los Callos Cochinos, el paraíso terrenal, con su Pantoja y su Colate, tan desmejorados por esta vida mártir de mentira que llevan en Supervivientes, ellos que eran todo glamour y ahora yacen en el palafito, en la playa o en las aguas cristalinas, quejándose de todos los avatares que les depara la existencia de robinsones pagados.

Cuando yo era una cría de seis o siete años, pasaba las tardes de lluvia en la cocina oyendo la radio y mirando el horno a ver si mis galletas se habían tostado, y debo decir que la vista del horno cerrado era más entretenida que los realitys de televisión donde casi todos los participantes pasan el día tumbados, diciéndose cosas feas. “Podrío” y “reventá” son dos insultos que han llamado mi atención por novedosos.

La vida no se puede desperdiciar en esas tonterías, porque es única e intransferible y da unos giros imprevisibles. Una mala noticia me obliga a ir a Sigüenza por unos campos que han amarilleado en una semana. He hecho muchas veces este camino triste para despedir a alguien querido y lo hago recordando antiguas penas con distintos nombres. Cuando alguien se va, deseamos que haya amado, que haya tenido amigos, que se haya reído mucho un par de veces por semana y que haya cantado muchas canciones. Que haya tenido interés por las cosas bellas, que su vida haya sido útil para los demás y que haya sufrido poco cuando había que sufrir. Algunas personas viven así, disfrutando de lo que tienen, luchando contra lo que abominan y obviando las estupideces. 

Mi última tía nos ha dicho adiós dejándonos un legado de buen humor y buen vivir, dando a sus hijos y nietos el ejemplo de haber aprovechado el largo tiempo que Dios le concedió para ser feliz y hacer felices a los demás y, a los que la acompañamos hasta el cementerio de Sigüenza, una sensación de orgullo por haberla conocido y querido.