Tomate con sal
Comerse un tomate maduro en verano, en algún valle de la Alcarria, mejor si es a la sombra de una parra, en la puerta de una bodega excavada en la tierra o junto a una higuera o un rosal, es un placer solo al alcance de los más sabios.
Hay actividades gozosas que son fuente de bienestar, que nos acercan a la felicidad. Si nos preguntaran por alguna, es posible que, a bote pronto, sobre todo en un año como este, respondiéramos que viajar. Mejor cuanto más lejos. Visitar otros países, recorrer sus ciudades, conocer sus monumentos. Quizá practicar algún deporte, subir montañas, esquiar, navegar en un velero, bucear el fondo del mar. Conducir un buen vehículo por carreteras y caminos. O celebrar las cosas buenas en compañía de otros, con una barra por delante o una buena mesa de por medio. Todas ellas, en mayor o menor medida, requieren equipo, infraestructura y un gasto más o menos elevado. Pero hay otras que tenemos a nuestro alcance, tan cerca que ni las vemos, que para ser apreciadas requieren sabiduría, esa que sólo dan la experiencia y el conocimiento profundo de la vida, esa que nos permite valorar las cosas sencillas, aquellas que no requieren de complejidad alguna, que están libres de adornos.
Comerse un tomate maduro en verano, en algún valle de la Alcarria, mejor si es a la sombra de una parra, en la puerta de una bodega excavada en la tierra o junto a una higuera o un rosal, es un placer solo al alcance de los más sabios. En sus “Instrucciones para dar cuerda a un reloj”, Julio Cortázar explicaba algo tan cotidiano, tan usual -al menos en aquella época en la que los relojes lo necesitaban para no pararse-, que sorprendía que fueran necesarias unas indicaciones de cómo hacerlo: “sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente…”. Lo mismo podría hacerse con un tomate. Elija un tomate de su planta, uno bien rojo, en su punto de madurez, huélalo, lávelo con agua fría, córtelo con un cuchillo por el centro y cada parte por su mitad y échele sal. Puede añadirle un poco de orégano si es de su gusto, o un chorro de aceite de oliva, también opcional. Se puede acompañar con unas olivas, unos boquerones en vinagre, una cerveza fría o de algún tinto peleón de esos que siempre hay en la bodega.
Un tomate que huele a tomate y sabe a tomate es un placer sensual, un deleite para los sentidos. “Voy a pedir al camarero otra ración de anchoas para que me estalle Dios en la lengua otra vez bajo las palmeras”, decía Manuel Vicent desde su Mediterráneo natal. Comerse un tomate es memoria y es origen. Advertía Cortázar en sus instrucciones que “allá en el fondo está la muerte, pero no tenga miedo”. Al fin y al cabo, la sabiduría reside en saber que efectivamente, allí está, al fondo, pero mientras tanto se pueden disfrutar los placeres más sencillos.