Últimas tardes con Marino
Marino Gómez-Santos se paseó por esta provincia ni mucho ni poco, lo justo, del brazo de un Nóbel apuntalado por su bastón.
Fue premio nacional de Literatura con su obra sobre Marañón, albacea testamentario de Ochoa y biógrafo de las batas blancas, de las que se abrochaban por delante –los médicos- y también por detrás –los cirujanos-. Hizo el paseíllo con Baroja, Azorín y González Ruano, también con Umbral, antes que con Domingo Ortega, El Viti o El Cordobés, y durante la mili almorzaba en casa de Delibes cada domingo. Fue kamikaze con la biografía de la reina Victoria Eugenia en tiempos del generalato y al mismo tiempo y por este pelotazo tuvo que tratarse de úlcera su director de “Pueblo”, Emilio Romero. La entrevista a seis páginas de Marino Gómez-Santos en este periódico era el hisopazo para pisar Madrid con el cuello estirado como un marqués, el podio de lo mundano y lo divino en el mismo cajón, el salvoconducto para girar la puerta de una Academia y el testamento del que presumirían los nietos del entrevistado con la firma de este notario.
Marino se bebió el jarabe que le recetó don Gregorio recién llegado a Madrid y que decía en el prospecto: “¡Usted no se mueve de aquí!” Y se quedó, de modesto hotel primero y de buena casa después, a distancia suficiente de la jet que entonces era otra cosa más aristocrática, para observarla en perspectiva. Gastó piso de Velázquez en el barrio de Las Ventas, al que llegaban con un hatillo los hijos del hambre y la inteligencia para salir de pobres, bajaba al Gijón y desde fuera veía escritores como peces de colores en ese acuario de las letras y los puñales –valga el pleonasmo-. Amistó con César pese a la advertencia de Cela, y acabó divorciándose de él con la amargura y la grandeza, o sea, reconociendo a día de ayer que fue el más grande periodista que conoció.
Preguntado mil veces por su cerrada amistad con Ochoa acertaba diciendo: “la primavera ha venido, nadie sabe cómo ha sido”. Otra primavera del mismo polen me vino a mí con su amistad, cuando una día no cualquiera acabamos hablando de médicos y también de escritores y de algún torero al que yo no vi por mi pueblo ni por mi televisor, pero que imaginé cómo paseilleaba y desplegaba la franela y al fin montaba a su madre en un Citröen Pato a la vuelta a un pueblo de polvo de Andalucía. Dudaba de mi edad como si yo estuviera charlando con letra gótica pues entre nuestros casi treinta de distancia había demasiados hilos que ya se encargará la desmemoria de cortar. “Tú tienes ruedas y yo no, vente por casa”. Le costaba andar y allí acudí en estas últimas tardes, para escuchar –diálogos exactos de varias páginas y ambiente de Garci- el coro de la historia reciente de los figurantes y las figurantas, desde la generación del 98 hasta hoy.
Marino Gómez-Santos se paseó por esta provincia ni mucho ni poco, lo justo, del brazo de un Nóbel apuntalado por su bastón y a los que recibió la oficialidad en la linde del corredor industrial del río que la cruza. Sabía bien de algunos nativos y habituales como Santo Floro y Juderías, con quienes se encontraba en libros y salones y en fechas más de reyes que de militares. Dejó una biblioteca contundente y honrada, bien cuajada de destellos, buscando con el bisturí el alma del biografiado pero nunca la ingle pues eso era cosa de cada cual, del Rey emérito abajo todos y cada uno. “El único sitio donde no he caído bien ha sido Oviedo”, dijo y me repitió. Hasta en esa arista fue puramente hijo de la Iberia, es decir, en el reconocimiento negado de la aldea como si en el tótem de la plaza de uno hubiera una flecha como la espada del ángel del paraíso. Se acortaban los días cuando echábamos tardes en el diván en las que entraban Baroja, César y Cela, y Marañón, Ochoa y Covián. Estaban pautadas y contadas, eran las últimas tardes con Marino y al lado, en Las Ventas, ya de noche no se movía ni el aire. Un presagio.