Ultimátum a la tierra
Estos fenómenos de la naturaleza ponen en evidencia nuestra pequeñez, la insolente petulancia de los hombres en el conjunto del Universo. Es como si quisieran mandarnos un recado...
Me despido de Sigüenza con pena porque Sigüenza significa verano y vacaciones. Y nada más llegar a Madrid, siento la presión de tanta gente en la calle, en las tiendas, en las terrazas. Madrid es la ciudad de la alegría, de la gente joven y del movimiento continuo, diurno y nocturno. Necesito unos días para acostumbrarme a este jaleo.
En verano te puedes saltar los informativos, siempre hay amigos para pasear, charlar o irte de bares y, durante este tiempo, los problemas se quedan dentro de la televisión apagada o en la caja de las penas. He leído, he meditado silenciosamente por la catedral, he paseado por el pinar y, en la alameda, he aspirado con embeleso el perfume a tierra mojada por la lluvia que, según dicen, se llama petricor y no hay nada igual. En las hermosas noches, mientras se refrescaba el ambiente, he picoteando y charlado con mis primos al aire libre y los últimos días he disfrutado del pueblo medieval con Marie Claire, zurciendo la estrechura empinada de las travesañas en una completa paz, solo perturbada por el gran Sopeña y sus turistas.
Madrid nos recibe con su cara más risueña, pero en mi primer reencuentro con el telediario recibo noticias del volcán de La Palma. Sobre un escenario de fuego incesante, el presentador desgrana la catástrofe: el rugido, el gran vómito de fuego, la lava incandescente, el cielo asfixiado en cenizas, las casas perdidas, los animales muertos, las flores quemadas de la isla bonita: la tremenda desgracia de La Palma. Llevamos dos horribles años, pandemia, Filomena, inundaciones, incendios, talibanes … y parecería que el volcán es una treta más de este planeta vivo para deshacerse de su criatura más mimada, la más privilegiada pero la que más daño puede hacer al paraíso que habitamos.
Estos fenómenos de la naturaleza, espectáculos terriblemente grandiosos, ponen en evidencia nuestra pequeñez, la insolente petulancia de los hombres en el conjunto del Universo. Es como si quisieran mandarnos un recado del más allá de vez en cuando, pedirnos humildad, solidaridad y respeto con la naturaleza y con las experiencias de los hombres que nos precedieron. Los palmeros sufren en su tierra, pierden una parte sustancial de sus vidas, y todos estamos con ellos. Geólogos, vulcanólogos, ingenieros, psicólogos, bomberos y UME… todos están ayudando, pero el volcán sigue lanzando fuego como un dragón prehistórico escapado del infierno.
No somos dueños del mundo, ni del rayo ni del agua ni del fuego. Ocupamos la Tierra en régimen de usufructo durante el mínimo instante de nuestra vida y tenemos el deber de mantenerla y mejorarla para las generaciones venideras, porque hasta las catástrofes naturales dependen, de alguna forma, del hombre en su gestión medioambiental. Evitar las guerras, las armas nucleares, los vertidos tóxicos y vigilar el cambio climático es vital, porque si no el mundo será en un futuro cercano un absoluto caos: los volcanes vomitando, los talibanes talibeando y todo manga por hombro. Dios proteja a los palmeros.