Un retrato indecoroso


Quién era la Calderona y el porqué de que su retrato llegara a confundirse con el de un arcángel constituye una larga historia. La fascinación por este personaje no llega  a desaparecer con los años.

Cuentan las crónicas que a finales del siglo XIX, en el monasterio benedictino de Valfermoso de las Monjas, las religiosas que allí habitaban profesaban gran devoción por una pintura dedicada al arcángel San Rafael. Sin embargo, durante la visita que realizó al convento Juan Catalina García (erudito cronista de Guadalajara y miembro de la Real Academia de la Historia), este desveló que no versaba de tan celestial ser, sino del retrato de una las más importantes actrices, si no la que más, del siglo XVII. 

La conmoción que causó el hallazgo provocó que las monjas «acordaran hacer un auto de fe con el vitando cuadro, destruyéndolo acto seguido, en reparación de tantos años de desacato e irreverencia cometidos con él». Así nos lo cuenta Agustín González de Amezúa −que, como Juan Catalina, también perteneció a la Real Academia− en «Un retrato perdido de la Calderona», publicado en el ABC en 1950.

De este hecho tan sugestivo hay una versión algo distinta relatada por otro excepcional cronista, Pareja Serrada, que en 1929 narra a través del periódico Flores y Abejas que la imagen correspondía a una santa de la orden y que una de las monjas devotas «reprendida por otra religiosa, quien le dijo que aquel cuadro representaba a una gran pecadora, volvió aquella noche al claustro armada de un cuchillo y raspando la pintura, quedó tranquila su conciencia (…)». 

Quién era la Calderona y el porqué de que su retrato llegara a confundirse con el de un arcángel constituye una larga historia que vamos a intentar resumir, pero ya les digo que la fascinación por este personaje, aun debilitada por el transcurrir de los años, no llega a desaparecer completamente, como así comprobamos en las páginas de la presente cabecera, Nueva Alcarria, en un artículo de 1956 que S. García Sanz tituló «La comedianta que fué (sic) abadesa en Valfermoso de las Monjas».

 

Alegoría de la vanidad, obra anónima del siglo XVII depositada en el monasterio de las Descalzas Reales de Madrid. Propiedad de Patrimonio Nacional. 

La existencia de María Calderón está llena de misterios, hasta el punto de no tenerse claro si cuando hablamos de la Calderona lo estamos haciendo de ella misma o de su hermana Juana. Sea como fuere, María o Juana, la realidad es que la muchacha, nacida en el Madrid de 1611, se convirtió en una aclamada actriz, cantante y bailarina; profesión la de cómica de escasa consideración moral que, además, conllevaba una enorme paradoja, pues a la vez que el furor por el teatro de la sociedad aurisecular hacía que las primeras damas de la escena fuesen adoradas −y por tanto influyentes−, esas mismas mujeres eran despreciadas socialmente, estableciéndose poco más o menos una equivalencia con la prostitución.

La vida de las actrices de éxito como María Calderón, conocida en toda la Corte como la Calderona, era muy diferente de la que llevaban la mayoría de las féminas de su época. Ellas viajaban, se codeaban con nobles y personalidades bien posicionadas y su alto caché (siempre más bajo que el de sus compañeros actores) les permitía llevar una vida autosuficiente y lujosa, aunque limitada por el estigma de su oficio.

Felipe IV (muy aficionado a las fiestas, al teatro y al placer carnal) se encapricha de nuestra protagonista, generando con ello un auténtico seísmo cortesano, ya que, a decir verdad, la relación amorosa fue poco comedida. Uno de los mayores escándalos consistió en la cesión del propio balcón del rey a la actriz para que asistiera a un espectáculo, lo cual desató la ira de la reina, Isabel de Borbón, que no tardó en ordenar que se expulsara a la amante regia de la Plaza Mayor. El monarca, para compensar el desaire a su amada, le concedió otro balcón excelentemente situado, que empezó a ser conocido como el balcón de la Marizápalos (un baile que por lo visto interpretaba muy bien la Calderona).

Aunque el rey tuvo decenas de amantes y cerca de treinta vástagos ilegítimos (qué adjetivo tan odioso tratándose de los hijos), la bataola de la doble moral fue a más al quedarse encinta la Calderona del futuro don Juan José de Austria, en medio de unas circunstancias en las que el matrimonio real tenía problemas con dejar descendencia. A la edad de trece años, el chiquillo bastardo fue reconocido por su padre y, con ello, le fueron otorgados los títulos y derechos que ello llevaba aparejado.

El destino de la madre no fue tan espléndido como el de su retoño, siendo obligada a retirarse del teatro a causa de su preñez. Tras nacer el niño, se ordenó su reclusión en el monasterio de Valfermoso al que ya hemos aludido, donde llegó a ser abadesa desde 1643 hasta su muerte tres años más tarde. González Amezúa cree que la Calderona arribaría hasta Valfermoso con parte de su ajuar, entre cuyos elementos se encontraba un cuadro «en que un anónimo pintor de la Corte la había retratado vestida de hombre, representando uno de los papeles de sus comedias» y que, debido a la confusión que a veces acompaña al paso del tiempo, el retrato de la actriz fuera identificado como el de San Rafael.

En la víspera del Día Mundial del Teatro, acabamos esta vindicación con frase de una de nuestras mujeres favoritas (como ya habrán comprobado quienes siguen esta sección), Isabel Muñoz Caravaca, a propósito de María Calderón: «la pobre vino a acabar sus días, a expiar su vida galante y a dejar sus huesos en esta tierra, en un convento fundado por un hidalgo y bonísimo matrimonio de Atienza; y si nos empeñamos, puede al fin parecer que hemos venido a ser algo como lejanos parientes por afinidad».