Un señor de Guadalajara
Y recordaba aquel artículo de Julio Camba en el que el agudo periodista gallego contaba que tenía un admirador en Guadalajara, un lector fiel que se suscribió a El Sol.
Escribir una columna y darle al botón de enviar es como lanzar una botella al mar. Allá va un mensaje que no sé a quién llegará, si llega a alguien, ni qué reacción provocará. Habrá quien asentirá por estar de acuerdo con lo que digo, otros lanzarán algún improperio despectivo. También es posible que haya quien comience la lectura del periódico buscando mi página o que se la salte directamente por animadversión. Con toda seguridad habrá quien me tenga etiquetado con un color u otro (a estos confío en decepcionarlos siempre) y quien lea con sencilla curiosidad. Está bien así, al fin y al cabo uno no escribe para la indiferencia sino para contribuir a generar una discusión pública de calidad, que falta hace, opinando desde una perspectiva crítica lo más fundada posible. Y habrá a quien le guste y a quien no.
Reconocía David Gistau, en El penúltimo negroni, su miedo a decepcionar a los lectores fieles, esos que tocan habitualmente la campanilla del colmado, sobre todo cuando los conocía personalmente. En esos momentos, decía, hubiera querido aparecer en batín, llegar borracho, batirse en duelo o contar sus amores con una cigarrera en vez de excusarse por tener que llevar los niños al parque. Y recordaba aquel artículo de Julio Camba en el que el agudo periodista gallego contaba que tenía un admirador en Guadalajara, un lector fiel que se suscribió a El Sol, donde Camba escribió una columna diaria en su portada durante años, solo para leerlo a él. Este devoto seguidor le escribió para confesárselo y, decía Camba con su inigualable ingenio, “desde entonces yo no puedo escribir, porque la imagen de mi admirador me obsesiona por completo. Se me ocurre un asunto bonito, cojo la pluma e inmediatamente me digo ¿le gustará este tema al señor de Guadalajara?”. Gistau lo contaba porque tenía no un seguidor sino un enemigo fiel, poco importa el detalle.
Julio Camba, lo evocaba también aquí no hace mucho Javier Davara, era un personaje pintoresco a la vez que un gran periodista de opinión, con presencia de estilo y querencia por la anécdota. Durante sus últimos trece años vivió en el hotel Palace de la capital y cuando el Ayuntamiento de Madrid le dijo que le iba a poner una calle con su nombre, él por respuesta exclamó: “¿Una calle? Yo lo que quiero es que me pongan un piso”. Sin duda, los admiradores y los enemigos pueden ser un peligro, lo importante es no tratarlos como si fueran idiotas intentando engañarlos con mentiras o con halagos que buscan debilitar. En tiempos de periodistas que son propagandistas y de medios que son fábricas de manipulación, ojalá algunos pensaran más en su lector de Guadalajara.