El reciclaje en la cultura tradicional
Nuestros abuelos no conocían la palaba ‘reciclar’ pero eran unos auténticos maestros del reciclaje, no utilizaban ese verbo, pero tenían otros efectos parecidos.
Ya lo dicen las mujeres y los hombres del tiempo: el último “veranillo de san Miguel”, más que en un veranillo, se ha convertido en un segundo verano, con todas las de la ley, un periodo tórrido, a estas alturas de octubre. Cada año que pasa, la temperatura aumenta de forma alarmante y suele superar las previsiones, ya pesimistas de por sí.
El refranero tradicional secular, que solía cumplirse a rajatabla, lleva décadas descolocándose por momentos, y las cigüeñas han decido quedarse por aquí, de modo que ya no hay que esperar a san Blas, para verlas regresar, porque los fríos de antes ya no son lo que eran, y las nevadas son más raras que “un piejo verde”, que diría un castizo. No hemos sabido poner límites al consumo y el consumo desaforado se ha vuelto contra nosotros.
Candil de bote. Col. Alonso Calleja. Posada del Cordón. Diputación de Guadalajara. Foto: José Antonio Alonso.
Así es que la melancolía se apodera de uno y aquí estoy, “más triste que un torero, al otro lado del telón de acero”, que diría Sabina, intentando buscar razones para la esperanza en estos tiempos duros de digerir, entre tanta guerra y tanta agresión a la madre tierra, nuestra maltratada “casa común”. Inevitablemente, uno vuelve, sin querer, la mirada a los días de la infancia, a los días serranos de cielo azul radiante y límpidas noches estrelladas, a la vida natural regida por los cambios de estaciones. A los fríos inviernos de grandes nevadas les sucedían las primaveras de paisajes verdecidos; los despiadados veranos de sol abrasador se olvidaban enseguida con los dulces y lluviosos otoños, de modo que la vida iba fluyendo mansamente, un año tras otro.
No, aquella tampoco debía ser buena vida para la gente, porque el personal salió de los pueblos en busca de “una vida mejor”. Ahora los jubilados regresan -regresamos- al huertecillo familiar en busca de la “Arcadia feliz”, del paraíso perdido, recordando aquellos años pretéritos y preguntándonos qué está pasando, en estos tiempos de termómetros desbocados, para que las fuentes se sequen, los arroyos bajen sin agua, los paisajes se conviertan en secarrales y la cosecha de tomates haya menguado de forma tan notoria, por descender al comentario más popular entre los hortelanos, este verano.
Pandereta de lata de conservas.Museo etnográfico El Caserón. San Sebastián de los Reyes. Foto: José Antonio Alonso.
Es cierto que hemos mejorado en calidad de vida, que cada vez vivimos más y que, en términos generales, nuestra sociedad ha avanzado de forma notable. Pero esto del cambio climático nos tiene preocupados, con razón, y nos preguntamos qué podemos hacer para solucionar este tremendo problema. Se buscan soluciones que intenten mejorar el panorama. Y ahí estamos: los responsables tomando medidas y los ciudadanos concienciados -la mayoría, sin duda- poniendo nuestro granito de arena para que los cambios sean efectivos y las cifras no se disparen y se conviertan en números alarmantes; en suma: para que la vida siga siendo posible en nuestro planeta.
Hace tiempo que empezamos a usar la famosa palabreja: “RECICLAR”, una palabra compuesta, con profundas raíces históricas, que ha venido para quedarse entre nosotros. No hay más remedio que reciclar por pura supervivencia. Nuestros abuelos no conocían la palabra, pero eran unos auténticos maestros del reciclaje. Ellos no utilizaban ese verbo, pero tenían otros de efectos parecidos: -aplicar, rebañar, componer, reparar, aprovechar-. Es cierto que aquellas sociedades no producían tanta basura como la nuestra y, además, los escasos sobrantes se volvían a utilizar. No se tiraba nada o casi nada. Los componedores reparaban los cacharros dotándolos de nueva vida y prolongando su uso. Los excrementos de los animales se utilizaban como “abono orgánico”, que decimos hoy. Los somieres desechados se convertían en puertas de los huertos, las latas de conserva se utilizaban como unidades de medida o como recipientes; he visto en museos recipientes de hojalata convertidos en panderetas o en candiles. Las sobras orgánicas volvían a la tierra de forma natural, sin anuncios ni fotos para la prensa. La ceniza iba a los huertos. Las mondas de las patatas y de las frutas no se tiraban, se guardaban y se reservaban para el consumo animal.
Papeleta para el sorteo de San Antón. Atienza.
Los abuelos, en sus huertos, siguen conservando esa mentalidad de aprovecharlo todo, utilizando los “briks” y los envases de yogures, para macetas donde germinarán algunas semillas y los “cedés” desechados como espantapájaros.
En muchas localidades existía la costumbre del “cochino de san Antón”. Los vecinos compraban un cerdito que transitaba libremente por las calles y plazas del pueblo y que era alimentado con las sobras de cada casa. Llegado el 17 de enero, como es sabido, fiesta del patrón de los animales, se hacía una fiesta, con su hoguera, bendición de animales y con su rifa incluida, de manera que el número agraciado recibía como premio el animal en cuestión, ya crecido y listo para la matanza. Fiesta, rito y “reciclaje” en un mismo “pack”, que diríamos hoy.
Aunque queda el rescoldo de algunos ritos, aquellas costumbres de antaño serían impensables para el mundo de hoy, en el que todo transcurre de forma acelerada y en el que hemos entrado en un círculo vicioso donde parece que lo “moderno”, lo “progresivo” es producir, cuanto más mejor, consumir y consumir.
Pero esto es lo que hay y ninguno de nosotros renunciaríamos a nuestras comodidades, ni cambiaríamos nuestro modo de vida. Siendo realistas, el único camino es el de aunar esfuerzos, reciclar, potenciar las energías renovables y adquirir hábitos equilibrados y formas de producción sostenibles. No hay otra.